
Mamá entró de la calle dando mil gritos. Pedía ayuda para poder meter aquello por la puerta. Cuando lo logró, vi lo que realmente era: mi caballo. El que había pedido. El que había soñado. El que me llevaría por miles de praderas galopando. El que, como Silver, el de El Llanero Solitario, respondía a mi silbido y me salvaba de las trampas de los villanos. El que se dejaba acariciar en el cuello mientras pastaba y comía terrones de azúcar de mi mano.
Definitivamente, era mi caballo, porque “lo que uno pide con fe, no hay santico que no lo dé”.
Mamá era una maga que me enseñó a jugar con lo que no existía. Era una burra de palo, esa donde los albañiles ponen encima una zaranda para colar la piedra de la arena. Se la encontró botada (más bien echada), entre los escombros de una casa y encontró que aquel armatoste era ideal para que hiciese con él lo que me diera la gana. Y la gana me dio. Era mi caballo.
Primero, lo primero. Improvisé unas riendas con un mecate que siempre andaba por alguna emergencia (práctica que no me abandona todavía) y lo dejé bien amarradito en la baranda de la escalera para que no se fuera de aquella casa tan citadina desprovista de zacate, solar, árboles y bardas.
Luego, con una cobija y un almohadón viejos, armé la silla. Un par de fajas sin uso de mis hermanos sirvieron para los estribos, que clavé con esmero después de tres majonazos. Y enrollé un saco de manta amarrado con dos manilas para ponerlo atrás de la silla, como hacían los vaqueros de la tele si les agarraba la noche. Y ya con los aperos, Pinto movió la cabeza, agitó sus crines que le llegaban hasta abajo y rascó el suelo con uno de sus cascos, como diciendo: “¿Vamos?“.
Y me subí, le di unas pataditas en la panza para que iniciara la caminata y al grito “¡Hi-yo, Pintooooooo!”, salimos desbocados tras una nube imaginaria de polvo.
La burra aquella estaba renca, porque estaba hecha de palos viejos y formaleta. Pero Dios, que es tan bueno, generoso y creativo, me la dejó renquita para que yo simulara un extraño galope con solo balancearme de un lado al otro.
Balanceo lento, trote. Balanceo rápido, galope. Si me agachaba para no hacer vela contra el viento, Pinto salía como un rayo.
Lo único que no podía hacer era ponerse en dos patas, pero eso lo resolvíamos a pura imaginación, igual que la horda de enemigos persiguiéndonos; igual que el pasto sequito que lo alimentaba; igual que las noches de luna en que acampábamos en la cochera de aquella casa 533ª, ubicada en avenida 18, calle 5 y 7, en el San José de mi infancia.
¿Quién iba a decir que el apartamento de dos pisos de madera al que se entraba por una escalera de caracol, podía tener semejantes maravillas una vez que se cerraba la puerta? Un día, yo era la sheriff. Otro, la sargento Preston. Al siguiente, una jockey, como Mickey Rooney que ganaba mil carreras y que lloraba cuando al caballo se le rompía una pata. A veces lo colocaba delante de mi mesa de juegos volcado con las patas para arriba, y entonces, era una diligencia de la Western Union cargada de dinero y joyas que unos pillos querían robar.
Debo aclarar que todos mis guiones estaban influenciados por la televisión de aquellos años, donde, a fuerza de ver todo en blanco y negro, teníamos sueños de colores.
Eso sí: nunca se me ocurrió jugar al carretón jalado por una mula flaca y llena de garrapatas que pasaba una vez a la semana frente a la casa, donde un viejillo recogía “papel-botellaaaaaaa”.
Después de jugar horas y horas, lo dejaba libre de albardas, para que descansara toda la noche y retozara silvestre por la pradera rectangular del garage. El piso, pintado de verde, simulaba ser zacate por si le daba hambre.
Y pasaron los meses. Pinto era mi mejor secreto en el vecindario. ¿Qué dirían mis racionales amigos de verme jugar trillones de segundos encaramada en aquellos palos? ¡La vacilada que me pegarían! O la terrible envidia que iba a desatar en ellos al saber que era la única niña en el barrio que era dueña de semejante alazán.
Llegó noviembre y los días se hicieron ligeros y libres de obligaciones, porque, si había un tesoro que teníamos los niños de mi generación, era tiempo para jugar. Y yo lo ejercí como un derecho, como una obsesión, como un boleto impostergable al país de la risa.
Pinto, mi mejor amigo de 1969, siempre se apuntó a mis estrafalarias propuestas, hasta que llegó diciembre con su olor a tamal, a aserrín de portal y a lana robada de los árboles. Y en casa, aunque éramos pobres como la Sagrada Familia, nunca faltó el espíritu navideño.
Mamá se las ingeniaba para que yo tuviera una Navidad iluminada por lucecitas “ahora sí-ahora no” y la ilusión de creer en un Recién Nacido que venía cargado de regalos para los niños que se portaban bien.
Pero, con todo y todo, la razón me hacía sus jugarretas: ¿cómo hacía aquel bebé en pañales y con los brazos abiertos podría jalar un saco enorme donde cabían todos los juguetes del mundo? Que volara no me preocupaba tanto, porque ya se sabe que Dios vuela, pero el 24 de diciembre hace tanto frío y aquel Niño en pura mantilla…
Yo le susurraba a Pinto mi lista de regalos y él asentía con la cabeza, aprobándolos todos. Por supuesto, me recordaba su pedido de zanahorias y riendas nuevas para estrenar.
Todas esas dudas se diluían cuando, al abrir los ojos el 25, al menos cuatro de aquellos maravillosos juguetes me esperaban al pie del portal.
El portal
Antes de eso, el día de poner el Nacimiento en mi casa, aquello era de locos. Quitaban los sillones, enceraban el piso y ¡adiós, telarañas! Haga goma de almidón para tirarle puños de ocre anaranajado, amarillo y rojo al papel encerado negro que simulaba la noche y que le daba un tono tornasol a las montañas hechas de cartulina arrugada.
Los “santos” del portal, somnolientos después de un año de retiro obligado, se colocaban obedientes donde mamá dispusiera y, por último, las tres divinas personas entronando el ranchito.
Mientras mamá colocaba cada figura, me iba contando la mil veces narrada historia del Niño Jesús y sus trifulcas para nacer. A mí me conmovía tanto que aprendí a odiar a los romanos y al rey Herodes.
Y, al ser las seis de la tarde, lo encendían. ¡Maravilla y magia juntas! ¡Era tan hermoso! Me daban ganas de hacerme diminuta y galopar con “Pinto” entre los caminitos de aserrín, meterme en el lago-espejo a jugar con los patos y corretear a las gallinas.
Recuerdo la noche del 24 en que pasó algo increíble cuando ya habían puesto al Niño Jesús en el pesebre.
Pinto vino hacia mí caminando muy despacio. Con su hocico, me dio un empujón en el hombro. Yo lo volví a ver y entendí de inmediato. Lo cepillé y lo dejé bien limpito y presentable; revisé que no oliera a boñiga. Luego, yo me lavé la cara y me pasé el peine. Después, lo monté y, a paso lento, llegamos frente al portal.
Él, con elegancia, se inventó un pasillo de esos chirotes de caballo de tope. Dimos tres cabriolas que alegraron al Niño.
Pinto bajó su cabeza en señal de reverencia y se quedó así un rato, sin responder a mi orden de hacer una nueva pirueta. ¿Y aquello? ¡Yo nunca se lo había enseñado!
Entonces, comprendí el milagro. El verdadero milagro que hace que, desde hace más de dos mil años, se detenga la prisa, se acalle el estruendo, se adormezca la furia y se marchen el miedo, el frío, el hambre y la guerra por un ratico al menos.
El mismo milagro que hace que se humedezcan los ojos de las bestias, que brillen más las estrellas, que duerman mejor los viejos y los niños.
El mismo milagro que logra que una burra de palo con una niña rara y loca en su lomo, se sintieran invitados a ofrecer su amistad y gratitud a aquel maravilloso Jesús en un desvencijado portal.
A Catita, luz de todas mis navidades
