
En tiempos en que la libertad se disfraza de consenso y la imposición de nuevas costumbres se justifica como evolución social, el idioma ha dejado de ser simplemente un vehículo de comunicación para convertirse en campo de batalla ideológica. Entre estos fenómenos, destaca el llamado lenguaje inclusivo, una propuesta que no nace de la evolución natural del habla, sino de un laboratorio ideológico que pretende reformular la realidad desde el discurso.
Desde la filología, sabemos que el lenguaje cambia, sí, pero lo hace de forma orgánica, con base en el uso, la economía lingüística, la oralidad y la adopción masiva. La historia del español está llena de estos ejemplos: formas arcaicas que caen en desuso, palabras nuevas que nacen del contacto cultural o de necesidades tecnológicas. Pero el lenguaje inclusivo –con sus “todes”, “niñ@s”, “les ciudadanes”– no responde a ninguna de estas fuerzas. Es un intento de forzar al idioma a servir una ideología, no a servir al hablante.
Mario Vargas Llosa fue contundente al respecto en una entrevista con Univisión: “El lenguaje inclusivo es una estupidez. No tiene ningún sentido gramatical ni lingüístico”. Y tiene razón. El español ya cuenta con mecanismos para ser inclusivo –como el uso de sustantivos colectivos o términos genéricos– sin necesidad de violar sus reglas internas.
Umberto Eco, por su parte, advirtió que: “Quien controla el lenguaje, controla el pensamiento”. No es una exageración: si se cambian las palabras, se transforman las categorías mentales. Nombrar ya es interpretar, y si se logra imponer un nuevo modo de nombrar, se impone un nuevo modo de pensar.
Por eso, Jordan Peterson denunció con claridad profética: “Esto no se trata de inclusión, sino de control. El lenguaje es el campo de batalla de una guerra ideológica”. Peterson se enfrentó públicamente a leyes que pretendían imponer el uso de pronombres neutros, argumentando que el Estado no tiene derecho a legislar lo que un individuo debe decir. Su posición no fue simplemente una defensa de la gramática, sino de la libertad de conciencia.
Este fenómeno no es aislado. Tiene eco en políticas impulsadas por organismos como la Organización de las Naciones Unidas. Entidades como ONU Mujeres y la Unesco han promovido el uso del “lenguaje inclusivo de género” como herramienta de transformación cultural dentro del marco de la Agenda 2030. Pero, ¿transformación hacia qué?
Analistas críticos han señalado que estas políticas forman parte de un plan de reingeniería social, donde se busca disolver categorías naturales como el sexo biológico, la familia tradicional y las identidades históricas. Y el primer paso para lograrlo es imponer una nueva gramática moral, disfrazada de sensibilidad.
La imposición del lenguaje inclusivo no es inclusiva. Es, en muchos casos, intolerante con quien no lo adopta, y representa una forma de censura cultural que busca uniformar el pensamiento bajo una fachada de progreso.
El idioma pertenece al pueblo, no a las élites políticas ni a las burocracias supranacionales. Cuando se convierte en arma de batalla cultural, se rompe su naturaleza espontánea y su función comunicativa. Cambiar el lenguaje por decreto no es evolución, es colonización del pensamiento.
La verdadera inclusión no se logra deformando el idioma, sino respetando la inteligencia y la libertad de los hablantes. Imponer una neolengua es propio de los totalitarismos. Defender el lenguaje tal como es –rico, claro y funcional– no es conservadurismo; es resistencia cultural.
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Arnoldo Castillo es empresario, productor y artista.
