Con espesos aguaceros, densa neblina y aun en la mismísima oscuridad de la noche, es resplandeciente el sol de la paz de Costa Rica. Viene a ser el gran rasgo característico de esta nación en la cintura de América, en un mundo donde no cesan los conflictos armados.
Cierto, en este par de siglos, se han vivido principalmente dos episodios bélicos desgarradores. Uno de ellos en defensa de Centroamérica, invadida por codiciosos aventureros, allá por 1856.
El otro corresponde a la guerra civil de 1948, de la que, sorprendentemente, del luto y los odios entre hermanos emergió la abolición del ejército, y se erradicaron con ello las tentaciones de utilizar la fuerza castrense contra las decisiones democráticas.
¿Cómo se ha ido forjando ese espíritu, esa vocación por la paz? Al respecto cabe mencionar el valioso aporte de patriotas que contribuyeron a fortalecer esa conducta, ese hábito, esa respiración colectiva: Juan Mora Fernández, primer jefe de Estado, mentor cívico de la sana convivencia; Juan Rafael Mora Porras, el prócer que frenó a los invasores de Centroamérica; José Figueres Ferrer, quien renunció a las armas recién acabado un brevísimo conflicto bélico y se retiró de la jefatura del país para que la ocupara quien había sido el triunfador en las urnas; y Óscar Arias Sánchez, quien impidió, con una propuesta en desigual apuesta con el presidente de Estados Unidos, que el Istmo se incendiara con un conflicto armado, el cual hubiese tenido nefastas repercusiones para nuestro país.
Indudablemente, el principal actor o forjador del espíritu de paz es nuestro pueblo, que lo vive, lo manifiesta y lo reafirma todos los días. Hay que reconocer que en estos dos siglos hubo cuartelazos, amaneceres con ruido de sables, asonadas castrenses, presidentes depuestos, amagos de insurrecciones abortados prácticamente al mismo momento de nacer, aventurillas de cabezas calientes, que nunca han de faltar.
Cabe resaltar que Costa Rica, dichosamente, no sabe lo que es una dictadura desde hace un siglo. La estabilidad política es su atmósfera natural.
Pero ¿nació el espíritu pacifista dos centurias atrás? Pues no. Pareciera que ese destino manifiesto emergió con la llegada de los españoles. Juan Vázquez de Coronado era una persona cordial, respetuosa de los aborígenes, especialmente si su acción se compara con las tropelías que hispanos cometieron en otras latitudes.
También, hay un par de figuras a quienes los indígenas amaron sobremanera. Podría decirse que con esos personajes se da el paso primigenio, el arranque matinal de una forma de ser, de un carácter, de un modo distintivo, civilizado y muy arraigado en el costarricense. Se trata de los religiosos Betanzos y Juan de Estrada Rávago, ambos de buen trato, de buena química con los nativos. Esa relación vino a ser la primera semilla del espíritu pacifista de los habitantes de este territorio que se conoce como Costa Rica.
Si ama la paz, vive en paz y promueve la paz, es costarricense. Y, si es costarricense, vive en paz. Ese es nuestro ADN, nuestra esencia genética. Esa es nuestra cédula de identidad, nuestro pasaporte por el mundo y lo largo del tiempo.
Un destino manifiesto, una forma de ser que lleva ya más de cuatro siglos y que se ha afianzado, como la más preciada joya, en estos 200 años de independencia.
El autor es periodista.