
En tiempos de quiebra de valores, la sociedad tiende a reconquistarlos. Así lo constatan los movimientos pendulares de la lucha por la dignidad humana. Sin embargo, esta reacción implica tomar conciencia de lo que constituye la escala de valores cuya vigencia se echa de menos. Cada sociedad encuentra la manera de percibir lo que la mantiene unida y la impulsa a comportarse civilizadamente, en busca del bien común.
Los partidos políticos ponen en práctica los valores políticos. Sus actividades se dan en el marco de lo que la experiencia de cada pueblo considera razonable, con el fin de preservar la organización social. Más allá de cierto límite -intuido, no prescrito-, perece la armonía y reina la discordia. Sir William Blackstone llamó a este ejercicio de moderación un acuerdo sobre "principios necesarios y fundamentales" (Comentario sobre las leyes de Inglaterra, 1765).
Dentro del sistema preexistente, los partidos compiten por el poder y establecen las diferencias ideológicas, así como las programáticas que los distingue. De esta manera, los gobernados pueden escoger entre opciones bien definidas.
Los acuerdos en la cima de los partidos, que eliminan las diferencias fundamentales entre ellos, desnaturalizan la política y tienden a desorientar, con perjuicio de la confianza en los mecanismos de la democracia.
La reforma del Estado, por ejemplo, se realiza sin verdaderos debates partidistas. En un asunto tan importante como decidir cuál debe ser el tamaño del gobierno, y cuál el alcance de sus atribuciones, sobre todo en el campo de la economía y los servicios sociales, los partidos políticos desdibujan sus posiciones hasta el punto de confundirlas, en provecho de intereses particulares.
En las condiciones antes citadas, las funciones del Estado quedan reducidas a unas pocas y el interés público se desampara. La economía se consagra como asunto de manejo exclusivo de las fuerzas privadas, nacionales y extranjeras. En consecuencia, el Estado mínimo resulta ajeno también a la cuestión social.
Abrirle paso al Estado solidario, entonces, constituye un imperativo de nuestros días, en favor de los valores relativos al interés público. Este movimiento significa detener la reducción y debilitamiento del Estado. Significa, asimismo, recobrar la conciencia sobre la justicia social, promovida por el Magisterio de la Iglesia y reafirmada por Su Santidad, Juan Pablo II, en la última visita a Centroamérica y Venezuela.
En su discurso ante el Congreso de los Estados Unidos, el presidente Clinton dijo recientemente: "La era del gran gobierno ha terminado. Pero no podemos regresar a los tiempos cuando a los ciudadanos se los dejaba librados a sí mismos" (USIS, 23-1-96). En Costa Rica, Clotilde Fonseca, compatriota distinguida, nos dice: "No permitamos que se afinque más en el espíritu nacional la deshumanizante crisis mundial de la solidaridad" (La Nación, 20-2-96).
Ni Estado gigante, abrumador, dispendioso e ineficiente; ni Estado mímimo, inerme, indiferente e ineficaz. Como siempre, la moderación señala el camino: el Estado solidario, compasivo, eficiente, protagonista de primera línea en el escenario de la vida nacional e internacional; combatiente vigoroso contra viejos problemas, como la pobreza, y nuevos, como el ambiente contaminado.
En el debate sobre las citadas opciones básicas, los partidos políticos están obligados a manifestar sus preferencias con la mayor claridad. El pueblo requiere la información necesaria, a la hora de expresar su indispensable opinión.