
La muerte vuelve a tocar a mi familia. Hace pocos días falleció mi perro Vicko, la segunda pérdida que enfrentamos desde que murió Sachi en noviembre. Vicko no era simplemente una mascota, era mi compañero de todos los días. Compartíamos la casa, las rutinas y hasta los silencios. Su presencia era tan constante y natural que, de alguna manera, se convirtió en parte de lo que yo consideraba hogar.
Su muerte me golpea con fuerza y me obliga a reflexionar sobre la realidad de la vida moderna, en la que los hogares unipersonales son cada vez más frecuentes. Tal como lo informó recientemente La Nación, la Encuesta Nacional de Hogares del INEC reveló que, en los últimos 25 años, este tipo de hogares se disparó un 417%, pasando de apenas 52.208 a casi 300.000. Más del 40% están formados por adultos mayores.
Mientras tanto, el país pasó de 3,8 millones a 5,3 millones de habitantes, un aumento del 39,38%. Sin embargo, este crecimiento se siente lento, como si el motor demográfico estuviera perdiendo fuerza. A la par, la tasa de fecundidad cayó a 1,3 hijos por mujer, una de las más bajas del mundo. Ni siquiera alcanzamos la tasa de reemplazo de 2,1 hijos por mujer, indispensable para mantener la población estable.
La población envejece a un ritmo acelerado, y no podemos seguir postergando la conversación sobre cómo vamos a organizarnos para mantener activas las redes de apoyo emocional que tanto necesitamos. El envejecimiento y la soledad nos exigen repensar el tipo de comunidad que estamos construyendo. No basta con estadísticas; necesitamos acompañamiento y afecto.
En medio de estos cambios, la realidad es que cada vez más personas vivimos solas. Y cuando un ser querido –incluso uno de cuatro patas– se va, el golpe se siente más fuerte. En mi caso, Vicko era mi compañero en casa, el que me acompañaba mientras trabajaba, el que me recibía con entusiasmo cada vez que volvía de una diligencia o de un día difícil. Ahora, la casa se siente grande y vacía.
Con su muerte, entiendo algo que tal vez muchos de nosotros preferimos evitar: el duelo forma parte del aprendizaje que nos impone la adultez. Hoy no escribo estas líneas para idealizar a Vicko ni para convertir su vida en poesía, sino para asumir la realidad de su ausencia y el vacío que deja en mis días.
Pero su partida también me deja una lección que va más allá de la soledad. Me recuerda que es necesario bajar las revoluciones y detenernos a valorar los pequeños detalles, esos que con frecuencia pasamos por alto en la vorágine de la vida diaria. Me enseña la importancia de atesorar cada minuto que compartimos con quienes nos rodean y de agradecer cada instante que nuestras mascotas nos regalan con su movimiento de colitas.
Me consuela pensar que, en algún momento, volveremos a encontrarnos. Mientras tanto, me queda el compromiso de vivir con más presencia, de compartir más tiempo con mi familia y de no dar por sentadas las pequeñas alegrías cotidianas. Gracias, Vicko, por recordarme todo esto.
Germán Salas Mayorga es periodista.
