En algún momento de nuestra vida, todos hemos conocido personas que se interesan excesivamente por hablar de un mismo tema a cada instante. En lo que respecta a un país, y tratándose del discurso de las personas elegidas para gobernarnos, esta conducta es una característica preocupante.
La delicada situación fiscal no escapa del conocimiento de la sociedad por ser la cuestión central de la discusión política de todos los años.
Con un gasto público creciendo de forma acelerada en comparación con los ingresos públicos, encareciendo el financiamiento externo de la deuda, y el Gobierno Central cerrando el 2015 con un déficit fiscal del 5,9% del PIB, un previsto aumento del 6,2% en el 2016 y un 7% en el año siguiente, según el Programa Macroeconómico 2016-2017 recién presentado por el Banco Central, el déficit fiscal será por antonomasia el tema central de nuestro folclórico entorno político.
No discuto la evidente importancia del asunto, discuto la imposibilidad del gobierno para resolver el problema, discuto que proponga pedir más impuestos como si fuera la pomada canaria y discuto su dedicación al gesto inútil que no ayuda a cambiar la situación del país.
Este escenario torna más importante la opinión de la sociedad civil en el debate público con motivo de presionar al gobierno para que tome medidas relevantes, pues no decidir es tan dañino como tomar el rumbo equivocado.
Luce imposible observar entre los distintos actores un pronto acuerdo sobre las medidas que deben adoptarse para superar la crisis fiscal. No presenciamos un debate fundado en la comparación de ideas, muy al contrario, hallamos un “tome y deme” que pretende destruir reputaciones, evidenciando que han apelado más a destinar esfuerzos con miras en las próximas elecciones que en resolver el déficit fiscal.
Tan repugnante conducta nutre la antipatía política de la gente y se reflejará el próximo 7 de febrero en las elecciones municipales.
Austeridad y reglas claras. La posición actual de no más impuestos, adoptada por un enorme sector de la ciudadanía, debería ser atendida por el gobierno, demostrando así su voluntad por sanear las finanzas públicas, empezando por ser más austero, por promover la aprobación de una ley de responsabilidad y transparencia fiscal que, mediante reglas claras, imponga límites al crecimiento del endeudamiento y al gasto público. De igual forma, debe desarrollarse una agenda que incentive la inversión productiva para generar empleos y así captar los impuestos a los que tanto se aspira.
El jardín burocrático actual debe ser liberado de las malezas dañinas con una agenda dirigida hacia la simplificación de trámites, que disminuyan el tiempo y el dinero que las personas emplean para crear un emprendimiento, así como mejorar el acceso al crédito para inversión. Una buena referencia para ello sería el reporte anual del Banco Mundial Haciendo Negocios 2015.
El tedioso discurso monotemático de más impuestos, donde se encuentra cerrado el gobierno, choca con la realidad que vive la sociedad civil.
Esta ahogada en impuestos, y al final no los ve utilizados de forma eficiente en las actividades básicas que legitiman la existencia del Estado.
Una mala administración puede desembocar en un escenario muy grave e inaceptable en nuestra sociedad, como la ruptura entre el ciudadano que se niega a pagar el impuesto que considera abusivo y la autoridad que vela por hacer cumplir la ley.
Un claro ejemplo es el uso ineficiente del oneroso y a veces ilógico marchamo, que, sin importar la constante queja a la que se somete cada fin de año, no impide el continuo deterioro de la infraestructura vial ni de su recolección.
Más allá de una agenda ideológica, es necesaria una agenda objetiva y realista, bien dirigida hacia el pragmatismo político, del que tanto estamos huérfanos en Costa Rica.
Es un alto a las discusiones que no dan respuestas creíbles a las nuevas demandas de una sociedad civil más activa e informada, que evoluciona a una velocidad inalcanzable para quienes operan con ideas del pasado.
El autor es estudiante de Derecho.