
La vida está llena de paradojas. Es más, la vida es como una gran paradoja. El avaro que lo tiene todo y que, en realidad, nunca tiene nada; el que ocupa un puesto sin merecerlo y el que, teniéndolo todo para desempeñarlo, nunca lo alcanza.
La vida que nos lleva por caminos tan diferentes y la muerte que nos hace terminar tan iguales, el conjunto que forma parte de sí mismo en la medida en que no forma parte de sí mismo (B. Russell).
¡La vida es una gran paradoja! Es más, sin paradoja, la vida misma sería imposible. ¿Qué es la vida sino un gran cruce de “no” y “sí”, de posibilidades e imposibilidades, de encuentros y despedidas, de amores e indiferencias?
En estos días, me encontré con una de ellas. Una de esas que, cuando se toman en serio, son capaces de cortar el aliento. Me refiero al tema sobre Dios. ¡Vaya tema!
Como humanidad, nunca hemos estado de acuerdo, y tal parece que nunca llegaremos a estarlo. Y, ¡qué bueno que sea así! A Dios lo negamos y lo aprobamos. Lo negamos aprobándolo, como Jonás; lo aprobamos negándolo, como Job. Y en medio de ellos, se dan tantas gamas de grises cuantas personas y experiencias existan.
A propósito de esto, pienso en Jean Paul Sartre, el máximo exponente del existencialismo ateo y, sin embargo, el que mejor retrató el misterio de la Navidad.
En 1939, justo en el estallido de la Segunda Guerra Mundial, Sartre se enlista en el ejército francés. Pero en 1940 es capturado por los nazis y llevado al Stalag 12D, en Tréveris, Alemania. Allí conoce a un grupo de sacerdotes prisioneros con los que establece una buena relación. En prisión, Sartre se dedica a leer y cultiva el estudio, incluso imparte clases de filosofía sobre Heidegger. Cualquier cosa en prisión podría ser un alivio a sus agobiantes condiciones, hasta estudiar Ser y tiempo.
En ese mismo año, uno de los sacerdotes obtiene de los guardas el beneficio de suspender el toque de queda en la noche del 24 de diciembre. Se les permitiría hacer la misa del “gallo”, e incluso la posibilidad de realizar un concierto.
El entusiasmo que empezó a generarse entre los prisioneros contagió a Sartre, quien propuso hacer una representación teatral de la Navidad. En unas pocas semanas, Sartre preparó el texto, ensayó, dirigió a los actores y se encargó de los detalles. El resultado fue una obra extraordinaria, Barioná.
Barioná es el nombre del protagonista. Un jefe de un pequeño pueblo judío, llamado Bethaur. Molesto por la ocupación romana, decide prohibir el nacimiento de nuevos hijos. Esto, por varias razones. Si no hay nuevas generaciones, los romanos no tendrán a quiénes más someter. Pero la razón de mayor peso es que Barioná ha perdido la esperanza. Sin esperanza no se engendra, a no ser que se piense que esta vida vale que otros también la vivan.
En el momento en que Barioná hace su juramento, su esposa Sara le anuncia que está embarazada. Sin embargo, Barioná está convencido de su juramento y de que este mundo no tiene nada bueno que ofrecerle a una nueva vida. Por lo tanto, la solución ante el embarazo, es el aborto. Sara le replica que si no es la voluntad de Dios que engendren, a lo que responde Barioná que si fuera así, que entonces Dios envíe una señal, porque su corazón ya está cansado y uno “no se desprende tan fácilmente de la desesperanza una vez que se ha probado”.
El signo no se hace esperar. Dios envía a los ángeles que anuncian el nacimiento del Mesías, lo que se convierte en una gran paradoja: cuando Barioná ha perdido la esperanza en un hijo, Dios envía a su Hijo para devolver la esperanza.
Barioná se entera del anuncio del nacimiento del Mesías, se revela y se niega a cambiar de decisión. Sigue creyendo que no hay lugar para la esperanza y que ese Niño solo traerá más desgracias. Por lo que decide ir a Belén y matar al Niño con sus propias manos.
Barioná tiene blindado el corazón contra Dios, contra los demás, contra el mundo. Ha decidido no doblar sus rodillas y poner su dignidad en el odio. Pero cuando llega al establo, la mirada de José y el Niño lo impactan.
Y aunque sigue mordido por la desesperanza, logra al final deponer su orgullo y entregar su libertad al Niño. Y es así como conquista su libertad y su esperanza, abriéndose a la trascendencia y a los otros. Paradójicamente, nunca fue más digno que cuando estuvo de rodillas.
Esta obra no hizo que Sartre se adhiriera a lo que él llamó “la mitología del cristianismo”, pero sí consiguió que aquella noche se unieran cristianos y no creyentes.
¡Qué objetivo más lúcido! Si nuestro país, en estos momentos alcanza esto, alcanza mucho, y quizá, también a Dios…
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Álvaro Darío Moya Araya es presbítero.