
Por mucho que avance la técnica, el arte sigue enfrentando un problema antiguo: ¿cómo ver lo que siempre ha estado ahí, pero que no hemos sabido mirar? Henri Bergson, filósofo del tiempo y de la intuición, pensaba el arte no como una producción sino como una revelación: “El arte es como una imagen fotográfica que no ha sido aún sumergida en el baño donde se revelará; el poeta es ese revelador”.
Esta idea, en su aparente simplicidad, es radical: el arte no inventa, sino que descubre; no crea desde la nada, sino que nos despierta ante aquello que nos rodea y que, por vivir demasiado rápido, por pensar en términos de utilidad, no percibimos.
Para Bergson, la percepción cotidiana es funcional, superficial. Ve el mundo a través de un espacio homogéneo –el espacio del lenguaje, de la técnica, del yo superficial adaptado a la sociedad– que nos impide acceder a la riqueza heterogénea de lo real. El artista es, en cambio, ese “distraído”, ese ser que habita un desajuste. Y en ese desajuste, en esa distancia respecto a las normas de percepción útiles y sociales, reside la libertad: la posibilidad de reconectar con el “yo profundo”.
El arte, entonces, no es una actividad decorativa, sino un modo de emancipación perceptiva. Nos permite “sentir lo que no podríamos comprender”. Una experiencia de lo inefable.
Ahora bien, en un momento en que los límites entre lo humano y lo artificial se desdibujan, ¿qué ocurre con esta función reveladora del arte? ¿Puede una inteligencia artificial hacer lo que Bergson atribuía al artista? ¿Puede “revelar” el mundo? ¿Puede hacernos sentir lo que no podríamos comprender?
Vivimos una época donde herramientas como DALL·E, Midjourney o ChatGPT producen imágenes, textos, sonidos y mundos visuales con una velocidad y un volumen impensables hace una década. Los NFT, como objetos artísticos digitales, han redefinido la noción de autenticidad y propiedad. Y, al mismo tiempo, la creatividad parece estar siendo automatizada.
Los algoritmos –entrenados con miles de obras humanas– generan obras nuevas que a menudo resultan indistinguibles de las hechas por artistas. La pregunta ya no es si una IA puede “crear”, sino qué entendemos por creatividad cuando una máquina puede replicarla.
Pero si seguimos a Bergson, la clave no está en la obra final, sino en el proceso. El arte no es el resultado, sino la capacidad de desajustar la percepción, de interrumpir el flujo utilitario del pensamiento. Y aquí la IA muestra sus límites. Una red neuronal puede imitar estilos, combinar referencias, incluso producir imágenes conmovedoras. Pero no está distraída, no está desajustada. No tiene un “yo superficial” ni un “yo profundo”, porque no tiene un yo. No percibe el mundo, no se angustia, no ama, no sufre. No tiene un cuerpo atravesado por el tiempo.
La IA no vive el desgarro entre la utilidad y la contemplación. Solo repite patrones. Si sorprende, es por efecto de la estadística, no de la intuición. Y, en este punto, es necesario preguntarnos: ¿qué estamos perdiendo?
La respuesta quizá sea menos tecnológica que existencial. Confiamos cada vez más en las máquinas para pensar, decidir, escribir y crear. Pero eso puede anestesiar nuestra capacidad de mirar. Si delegamos la revelación –la función bergsoniana del arte– a los algoritmos, podemos estar olvidando que el arte no es solo lo que vemos, sino cómo vemos. Lo esencial no es la imagen, sino la transformación perceptiva que produce. Si una obra no nos cambia la mirada, no nos conecta con nuestro yo profundo, entonces quizá no es arte, aunque parezca serlo.
Esto no significa que la inteligencia artificial no pueda ser útil. Lo es. Puede liberar al artista de tareas repetitivas, permitir nuevas formas de colaboración, explorar combinatorias estéticas insospechadas. Puede funcionar como un pincel más sofisticado, un lente inédito. Pero no puede reemplazar la experiencia artística como acto de revelación. La libertad creativa no es hacer cualquier cosa, sino ver de otra manera. Y eso, por ahora, sigue siendo humano.
El riesgo, entonces, no es la existencia de la IA, sino su hegemonía simbólica. Si todo es generado, si todo es perfecto, si todo es posible, ¿dónde queda el error, la pausa, el titubeo, lo no dicho? En ese silencio entre palabras, en esa grieta en la imagen es donde habita la revelación bergsoniana. Lo que no comprendemos, pero sentimos.
Quizá estamos ante el ocaso de una cierta idea de creatividad: la del genio solitario, la del artista como demiurgo, la del estilo personal como huella única. Pero tal vez sea también la oportunidad de repensar la creatividad como una práctica de atención radical. No como una producción sin fin, sino como una forma de escucha, de percepción abierta, de pausa en el mundo ruidoso.
Lo verdaderamente creativo hoy no es generar mil imágenes, sino detenerse ante una sola y preguntarse qué no habíamos visto antes. Ese es el legado de Bergson. Y es ahí donde el arte –con o sin algoritmos– seguirá teniendo sentido. Porque mientras exista alguien que se detenga a mirar, la revelación sigue siendo posible.
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Mauricio A. Rodríguez Hernández es escritor, periodista y editor.