
Cuenta Obregón Loría que el 3 de marzo de 1856, en la Plaza Mayor de San José, se reunió el ejército para una revista de tropas. Cuenta después que, en la madrugada del 12 de abril, las primeras tropas costarricenses ingresan en la plaza de Rivas, irrumpen en la iglesia y matan a bayonetazos a los filibusteros heridos que ahí encuentran. Ni él, ni nadie, sin embargo, nos ha contado el arco narrativo que puede llevar a un bisoño joven de Dos Cercas a, 40 días después de su primer desfile, matar a sangre fría a un desconocido, malherido e inerme.
Munido de mis lecturas sobre la Campaña Nacional, mis estudios de psicología y mi condición de sempiterno iluso, me di a la tarea de tratar de reconstruir ese arco mediante el sencillo expediente de seguir los pasos de los patos del 56, caminando su mismo trayecto, hasta Rivas.
De la plaza de la Artillería me dirigí a la Uruca, bajé al Virilla y doblé hacia Lagunilla, pensando si aquellos alegres soldados se preguntarían por qué no proseguían su orgulloso desfile por Heredia y Alajuela. En su lugar, se dirigirían al Ojo de Agua, donde familiares, amigos, vecinos y peonada del presidente los verían pasar en lo que, seguramente, fue el mayor espectáculo de sus vidas. Seguirían, con vítores ya menguados, por Los Llanos, hasta llegar, con las patas magulladas, a la aduana de la Garita.
Tras el duro prólogo, pasaron al día siguiente el puente sobre el río Grande e iniciaron un penoso ascenso, hasta llegar a Atenas. Cualquier ánimo allá recibido quedaría pronto en el olvido, al ascender la infinita cuesta de la Sabana Larga y llegar al Alto del Monte, para luego bajar por la muy empinada, y entonces empedrada, cuesta del Camino Nacional. Culminado el descenso en el Desmonte, seguir hasta San Mateo y, por fin, descansar.
Proseguir al día siguiente hasta Espíritu Santo de Esparza y, un día después, continuar hasta Puntarenas, donde la imprevisión y las limitaciones materiales brindarían días de asueto, para el descanso, la manutención y, quizás, algún guarito.
Embarcados en cuanta nave flotara, se dirigen a la desembocadura del Tempisque, giran abruptamente y se acercan a Las Piedras (Bebedero), donde hacen noche.
Prosiguen por el camino del arreo, en dirección contraria a las reses que se envían hacia el interior. Bajo el calor, cubiertos de sudor y polvo, más taciturnos, menos bullangueros, llegan a Bagaces, donde hacen noche. Siguiendo siempre el camino del arreo y, ya casi sin vítores, ni víveres, cubiertos de blanca toba volcánica, ingresan a Liberia por el Puente Real.
Rodeados de gente, descansados, mejor alimentados, saben que aún falta lo peor. Y llega rápido: el enemigo está cerca. En la madrugada del 19 de marzo, sale la primera avanzada rumbo al norte. Deciden pernoctar en El Pelón, sabedores de que ya casi pueden oler al enemigo. No es difícil imaginar la ansiedad de esa noche.
Al día siguiente, en la Hacienda Santa Rosa, tienen su bautismo de fuego. En un golpe expedito y por sorpresa, con una maniobra de pinza que toma desprevenido al rival, disparando un primer tiro y saltando después las bardas de los corrales a la bayoneta, logran hacer huir al enemigo. Quince minutos de adrenalina y la visión de casi cincuenta cadáveres les hace saber que están vivos. Y que esto es muy serio.
Retornan a Liberia. La exaltación dura pocos días. En formación, asisten al fusilamiento de veinte enemigos. Cualquier placer que produzca ver al enemigo subyugado será rápidamente opacado por la clara conciencia de que ese es, exactamente, el tratamiento que han de recibir si caen en manos del enemigo. No habrá compasión.
El 28 de marzo salen nuevamente de Liberia, con ánimo ofensivo, con rumbo a otro país. Se detienen varios días en Sapoá: hay problemas con los víveres. El 4 de abril llegan a Peña Blanca, ingresan a Nicaragua. Ven, quizás con asombro, que la escasa gente que encuentran no los vitorea ni los recibe como salvadores, como les han hecho creer. Se dirigen a la Hacienda Santa Clara y prosiguen al cruce con la vía que une el mar con el lago. Los más siguen, por un camino angosto, hasta llegar a la ciudad de Rivas. Son recibidos con la falsa cortesía propia de quienes acogen a un ejército invasor. Ahí se reparten en diferentes alojamientos, al oeste de la plaza.
Con la confianza propia de la comodidad, pasadas las ocho de la mañana del viernes 11, desprevenidos y sin comer, se ven sorprendidos por el este: el enemigo entra a la ciudad en masa. Un capricho relacionado con un cañón evita la derrota instantánea. Atrincherándose, resisten el embate durante veinte horas. Horas que los hacen testigos de la mayor carnicería de la que este país tiene memoria. Ven morir a decenas de sus compañeros, oficiales y amigos. Atienden a compañeros heridos, algunos malamente, u oyen sus gritos de dolor. Sienten las balas rozarles. Ocupan los breves espacios sin fuego para recordar a los suyos, a los que quizás no volverán a ver. Se encomiendan a lo más preciado de sus creencias para solicitar que la providencia les permita salir vivos. Seguramente lloran, de rabia, de impotencia, de dolor y de miedo. Tienen que sobreponerse a sus emociones para seguir vivos. Se preguntan cómo han llegado aquí. Quién los ha traído. Qué hacen aquí, cuando hace apenas poco más de un mes estaban, tranquilos y felices, en Dos Cercas.
En la madrugada, al agotamiento le sigue el silencio. Sepulcral. El enemigo ha callado. Ellos siguen vivos. A la 5 de la mañana un oficial da la orden: salir a la plaza y cargar a la bayoneta. Muertos de miedo, corren, movidos por el coraje y las ganas de terminar esto de algún modo: matando o muriendo. Suben raudos las escalinatas e ingresan a la iglesia. Encuentran ahí, recostados, exangües, a unos individuos a los que no conocen, pero sobre los que vuelcan todo el cansancio, el miedo, la ira, el dolor y la rabia de esta guerra. Mientras los bayonetean, repetidamente, ven en sus ojos el horror. Y creen que con este acto cierran un arco. Un arco de triunfo. Pero aún no saben.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.