
La corrupción, como promesa o logro, ha estado en los discursos políticos desde que iniciamos nuestra vida independiente. Y seguirá siendo tema puntero de las promesas de campaña.
La Real Academia lo define como: “En las organizaciones, especialmente las públicas, práctica consistente en la utilización indebida o ilícita de las funciones de aquellas en provecho de sus gestores”.
El índice de Percepción de Corrupción que elabora Transparencia Internacional (www.transparency.org/en/cpi/2024) ubica a Dinamarca con 90 puntos de 100, como el país más correcto. No es nota perfecta, pues la realidad entre los países es de más, o menos, corrupción. En el otro extremo, hay Estados fallidos: Venezuela y Sudán con 10 y 8 puntos respectivamente. Costa Rica, con 58 puntos, no está para felicitarse.
Cuando se habla de corrupción, indefectiblemente se señala al Estado, pero existe una contraparte privada: un consultor o empresa que pretende ofrecer productos o servicios en condiciones ventajosas. Es decir, a un precio superior, o una calidad menor respecto a lo que se esperaría en entornos de abierta competencia, o ambas. En casos extremos, la contraparte cobra sin siquiera entregar el producto o servicio.
Como el Estado y sus instituciones demandan contratos de altísimo valor, la ganancia esperada conlleva un margen atractivo para compensar a quienes mueven los hilos institucionales que aseguran el contrato ilícito.
Sea que la idea surja en el ente privado o en el estatal, y que luego concurra un contacto entre ambos, el incentivo es una ganancia pecuniaria o en especie, de importante valor.
La corrupción es un acto individual. Quien cede a ella no es un partido político o una denominación religiosa; es un individuo que, como tal, posee sus particulares preferencias y credos. Por ello, es anatema cualquier declaración sobre la honestidad de todos los miembros de un grupo social, y una ingenuidad creerlo, por más buenas intenciones que posean algunos integrantes.
La enseñanza bíblica del trigo y la cizaña es acertada: ambos crecen juntos. No se puede saber, de buenas a primeras, dónde está ocurriendo, ni cómo, ni quién; si la corrupción brota al más alto nivel, o intermedio, o en los inferiores. Por eso, dentro del Estado, es importante desarrollar sus propios mecanismos de control y contrapesos, que igual siempre tienen el riesgo de ser vulnerados, pero no por ello imprescindibles.
A más sofisticación de los actos ilícitos, más controles se adoptan. El dilema es que esto significa más requisitos y límites en los procesos de contratación pública, lo que actúa contra el principio de eficiencia que también la sociedad reclama.
Los objetivos se contraponen. Como sociedad, nos quejamos de la corrupción, pero también de la burocracia a la que conducen los procedimientos institucionales. No obstante, eliminar requisitos podría crear nuevos flancos de corrupción. Si bien la frase políticamente correcta es “lograr un balance entre ambos”, en la práctica, es difícil y ambivalente.
Ante ello, quienes ostentan la labor técnica de supervisión y control, como serían los auditores internos, la Contraloría General de la República, o las superintendencias, según corresponda, deben mostrar apertura para dimensionar la necesidad de optimizar los recursos públicos y la eficacia institucional. Pero, en paralelo, mantener un continuo análisis de costo-beneficio, de manera que los requisitos se calibren y actualicen, en procura de ese antojadizo equilibrio de objetivos contrapuestos. “Ni tanto que queme al santo, ni tan poco que no lo alumbre”, dice el refrán popular.
El país inicia una nueva campaña electoral y, en ese sentido, es útil tener presente que, en las actividades humanas, no existen absolutos. Se aspira a la mejora gradual, a veces a prueba y error.
Las promesas de solución extrema o soluciones de esquina, como eliminar todos los controles, requisitos y límites o, por el contrario, ponerlos en forma abultada, son demagógicas, o pueden conducir a un Estado fallido.
Víctor Chacón Rodríguez es economista.