
En nuestros días, los propósitos de Año Nuevo son una institución moral casi tan robusta como el semáforo en rojo o el formulario del Ministerio de Hacienda. Muy pocas costumbres nos resultan tan prácticas y baratas: por el precio de una libreta, podemos ordenarnos la vida y ser, por unas horas, una versión mejorada de nosotros mismos.
El problema de esas listas es que se comportan como los paraguas nuevos: desaparecen siempre en el primer viaje, justo cuando empieza a llover.
Hace unos cuatro mil años, los babilonios inauguraron la costumbre de hacerse promesas al inicio de cada ciclo solar. En aquel entonces, los propósitos eran sencillos: vivir en paz, honrar al rey, no molestar a los dioses. En ese contexto, uno los cumplía con la diligencia de quien sabe que, en caso contrario, podría despertarse convertido en una criatura de tres cabezas.
Con el tiempo, los propósitos dejaron de dirigirse al cielo y se trasladaron al terreno físico-financiero. Antes pedíamos a los dioses que nos protegieran; ahora le pedimos a una aplicación que nos ayude a dejar de fumar para invertir ese dinero en el viaje de vacaciones. Así, las viejas plegarias se transformaron en programas de optimización personal.
Durante las últimas décadas, la lista de propósitos se ha mantenido estable, casi constitucional, con enmiendas mínimas, año tras año. Ahí están los clásicos de siempre: hacer ejercicio (algún día), comer mejor (de vez en cuando), ahorrar (cuando se pueda), leer más (si el universo lo permite), ser más disciplinados (jajaja). Y, por supuesto, mejorar la comunicación familiar, aunque si de verdad la mejoráramos, no tendríamos que escribir la misma lista todos los años.
Las inutilidades útiles
En 2014, Lydia Davis escribió un cuento breve sobre este asunto: después de compararse con un amigo lleno de propósitos predecibles, decide aspirar a algo radical –verse como si no fuera nada– y descubre que no es tan sencillo. Pasamos media vida aprendiendo a ser “algo” y no es fácil desarmar ese mecanismo. Davis concluye que lo razonable sería convertirse, por el momento, en un poco menos. Ese es un propósito modesto, pero alcanzable.
Siguiendo esa línea, podríamos preguntarnos: ¿Y si, en vez de propósitos –esa lista obediente, higiénica, consensuada–, nos planteáramos despropósitos? Tal vez siguiendo el camino en sentido contrario sí logremos cambiar algo. Aunque sea por simple rebeldía.
Los despropósitos nos obligan a mirar con simpatía el error, el tropiezo y el caos moderado. Reviven lo que el escritor Nuccio Ordine llamaba “las inutilidades útiles”: el arte, la imaginación, las conversaciones que no van a ninguna parte, pero dejan un rastro luminoso. En un mundo que nos pide justificar cada minuto, reivindicar lo inútil es un acto de resistencia.
Es más: los despropósitos desafían la superstición de que el orden es siempre superior. El desorden moderado –no el caos absoluto, eso lo saben los seguidores de nuestra selección masculina de fútbol– puede ser más fértil.
En su lógica alternativa, los despropósitos albergan ideas brillantes que jamás entrarían en un plan estratégico. La historia nos ha demostrado que muchos grandes hallazgos nacieron como simples ocurrencias.
Ser un poco menos
Quizá los propósitos de toda la vida sobreviven porque nos ofrecen la ilusión de un buen comienzo. Pero, si lo pensamos un poco mejor, lo que realmente mueve el mundo no es el plan perfecto, sino el giro azaroso.
Para cerrar este 2025, podríamos dejar de fingir que un listado pulcro nos mejorará durante el próximo año y escribir, por una vez, su reverso. Algo así:
1. Mirar por la ventana diez minutos al día sin sentir culpa.
2. Perfeccionar la práctica de abandonar libros.
3. Conversar más, aunque la conversación sea inútil.
4. Desordenar el escritorio para que aparezcan ideas perdidas.
5. Sospechar de cualquier plan excesivamente razonable.
6. Defender una obra de arte sin entenderla.
7. Caminar sin rumbo una vez por semana.
8. Hablar con alguien que piensa distinto sin intentar convencerlo.
9. Fracasar con un poco más de elegancia.
10. Practicar el arte de desinflar el ego sin que se nos escape todo el aire.
Los despropósitos nos recuerdan que la inutilidad y el desorden –administrados en dosis razonables– nos devuelven algo parecido a la libertad. Y que, en un mundo obsesionado con ser “algo”, quizá lo más sensato sea intentar ser un poco menos.
Tal vez, después de aplicar esa pequeña resta, nuestras vidas recuperen, por fin, su escala humana.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
