Juan y Antonio habían sido compañeros de estudios en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Costa Rica. No fue una decisión puramente vocacional. Se debió, más bien, a que esta era una de las pocas escuelas donde se impartían cursos por la noche y ambos necesitaban trabajar de día, para poder estudiar y colaborar con sus respectivos hogares.
Por resultados, obtuvieron alguna ayuda a manera de beca. Bromeaban, ahora, diciendo que eran buenos ejemplos de movilidad social. Se enfrentaron a la difícil escogencia de la carrera con que culminarían sus estudios. Juan escogió Administración de Negocios y Antonio se decidió por Administración Pública.
Evaluaron ventajas y desventajas al ejercer esas profesiones. Aunque siempre tuvieron muy claro que en la Pública habría que enfrentar un marco legal más estricto, además de procedimientos, tal vez, más complicados, obviamente porque se administran bienes del Estado. Como era normal, sus padres y educadores les inculcaron valores morales y éticos, en especial respetar las leyes y las estructuras institucionales.
Ahora, al encontrarse de casualidad, Antonio pregunta:
―Contame, Juan. ¿Cómo te va con tu emprendimiento? ¿Pero, te mantenés trabajando siempre en el banco? Por ahí escuché que tuviste un importante ascenso. Te felicito.
―Gracias. Vieras que todo va muy bien. Ya logramos consolidar nuestros productos, el mercado ha ido creciendo y estamos llenos de planes de expansión, diversificación e innovación. En el banco he ido haciendo carrera, mezclando mis conocimientos adquiridos en la ‘U’ con la experiencia. Se me presenta un enorme dilema. Hasta ahora mi esposa y mi hijo han atendido la empresa. Recientemente, mi esposa se enfermó; es grave, tiene que cuidarse mucho. Por otra parte, mi hijo está terminando su carrera y debe dedicarse de lleno a una pasantía indispensable. Yo no quiero renunciar al banco y no tendría tiempo para administrar el negocio. He pensado en buscar a alguien capaz, que se haga cargo.
―¡Qué coincidencia! Vieras que, en una reunión en la que estuve, llegó un colega que vivió varios años en el exterior, trabajó en muchas empresas importantes. Ahora quiere establecerse aquí y anda en busca de trabajo. Aunque me pareció un poco pedante, se ve que sabe de negocios y tiene experiencia. Aquí tengo su tarjeta, por si te interesa.
―Claro, dámela, puedo hablar con él. Tengo la urgencia y hasta ahora no tengo ningún candidato.
Una semana después, Juan recibe una llamada de Antonio, quien le pregunta si conversó con el “extranjero” y cómo le fue.
―Sí, hablamos largo rato. Tiene buen aspecto y presencia, tal vez un tanto exagerado en lo moderno y juvenil de su indumentaria y arreglo personal. Trató de impresionarme con su currículo y una enorme lista de empresas, de las que cotizan en Bolsa, para las que había laborado. Claro que noté cierta inestabilidad, por los frecuentes cambios. Se nota actualizado y partidario de las corrientes deregulation, que proponen que el Estado debe intervenir solo en lo indispensable, dejándole al sector privado todo lo demás. Internamente, en las empresas, sostiene que se debe gastar lo menos posible en recursos humanos. En lo fiscal, hay que cumplir con lo estrictamente obligatorio, usando todos los escudos fiscales posibles y buscando formas de disminuir o evitar algunos pagos. Me propuso que él podría hacerse cargo de mi negocio. Aunque aclaró que le encanta trabajar con total libertad, no le gustan los controles ni las supervisiones que se convierten en trabas y obstáculos. Requeriría poderes y facultades. Estaría dispuesto a tener reuniones mensuales conmigo y me presentaría informes de resultados anuales.
―Suena extraño. ¿En qué quedaron?
―Ahí se terminó la reunión. Sentí decepción, enojo y otros sentimientos negativos. Mentalmente, visualicé a un felino que se abalanzaba sobre mí, para prenderse de mi yugular.
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Fausto Pacheco Brenes es administrador de negocios jubilado.
