En tiempos de ruido y prisas, es cada vez más urgente recuperar una idea que parece simple. La democracia es el único sistema político que convierte el conflicto en diálogo, la diferencia en convivencia y la alternancia en normalidad.
La democracia, en su esencia más profunda, es un acto de confianza en el otro.
Lo que da valor real a la democracia no es solo el voto, ni la periodicidad de las elecciones, ni siquiera la separación de poderes. Todo eso es esencial; es la estructura formal del sistema. Pero lo que da vida a la democracia es algo más humano y a la vez más sutil: el compromiso con el diálogo como principio político. No el consenso obligatorio, sino la disposición permanente a escuchar, argumentar y reconocer que el otro –el distinto, el que piensa lo contrario– también forma parte legítima del espacio público.
En los regímenes autoritarios, el poder se impone; en la democracia, se discute. Esta diferencia, que puede parecer meramente formal, es en realidad decisiva. El autoritarismo teme la palabra libre porque la palabra libre desarma la mentira. La democracia, en cambio, vive de esa palabra: la cultiva, la regula y la protege. Sabe que el acuerdo verdadero solo puede surgir de una conversación honesta entre quienes, de entrada, no coinciden.
Este es el punto central de la vida democrática: no se trata de fingir que no hay desacuerdos, sino de reconocerlos como parte del proceso político. La legitimidad del otro, incluso del adversario, es indispensable. Y eso solo se sostiene con una cultura del diálogo que sea amplia. Donde no hay diálogo –real, abierto, protegido por la ley y por la práctica institucional–, lo que sigue no es la unidad, sino la imposición. Y por ello el aporte del Tribunal Supremo de Elecciones es vital.
Costa Rica: una democracia que dialoga
En medio de una región históricamente marcada por inestabilidad, populismos y ciclos autoritarios, Costa Rica representa un valioso ejemplo que debemos cuidar. Ha demostrado que es posible sostener el desacuerdo político sin convertirlo en ruptura.
En un país donde la abstención ha crecido –como en casi todas las democracias modernas–, sigue habiendo confianza suficiente en el sistema como para que todos los sectores acepten jugar bajo las mismas reglas, aunque pierdan. Costa Rica muestra que se puede vivir en desacuerdo sin miedo. Y que es posible construir un país no sobre una verdad única, sino sobre un marco común.
Riesgo del desencanto
Uno de los grandes peligros de las democracias contemporáneas no es la crítica –que es saludable y necesaria–, sino el desencanto, que lleva a pensar que “todos los políticos son iguales”, que “la democracia ya no sirve” o que “esto necesita mano dura”. Esta idea que se repite es profundamente destructiva. Porque lo que viene cuando dejamos de creer en la democracia rara vez es mejor: suele ser más negro, más arbitrario y mucho más violento.
La democracia, con todos sus defectos, permite la crítica, la alternancia, la protesta y la corrección de errores. No hay en el mundo un sistema político más abierto al cambio sin violencia.
La democracia no puede funcionar si solo queremos dialogar cuando ganamos. El verdadero compromiso con el sistema se prueba cuando aceptamos que el otro gobierne, cuando defendemos sus derechos, aunque no nos guste lo que dice, cuando no pedimos atajos autoritarios para corregir lo que solo puede resolverse con más política.
Una tarea común
El valor de la democracia no está asegurado. No es un sistema automático ni irreversible. Cada generación tiene que renovarlo con su participación, su crítica constructiva y su vigilancia activa. Defender la democracia no es defender a los gobiernos, sino las reglas. No es evitar el conflicto, sino evitar que se convierta en guerra. Y no es creer que todos pensarán igual, sino creer que todos tienen derecho a pensar distinto sin ser excluidos del juego político: como ha demostrado Costa Rica, con su persistencia en la vía democrática a pesar de los desafíos.
Cuando el diálogo se vuelve una práctica constante y no un recurso de emergencia, la democracia florece. Y, con ella, también florecen la dignidad y la libertad. Así es posible construir sociedades más justas sin necesidad de destruirnos entre nosotros.
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José Joaquín Chaverri Sievert es diplomático y periodista.
