
Hace dos o tres generaciones (piense el lector en la de sus padres o sus abuelos, dependiendo de la edad), el paisaje sensorial de un ser humano era muy acotado. Los entornos físicos eran muy estables: en los cortos trayectos del quehacer diario, se veían las mismas casas, las mismas caras y los árboles de siempre.
Ocasionalmente, la construcción de una nueva vivienda, la habilitación de un nuevo espacio público o la apertura de un nuevo comercio añadían algo de novedad a un panorama estático, casi de acuarela o postal.
Lo mismo cabe decir de los sonidos: el canto de algún gallo, resabio de una sociedad agrícola que, aun en los ámbitos urbanos, se resistía morir; algún ladrido suelto; un esporádico motor y voces, muchas voces. Quizás la gritería de los niños en sus juegos o la música de un aparato de radio eran las únicas notas de estridencia en ese mar de calma, en el que los días se sucedían unos a otros como un eterno día de la marmota.
Producto de esa estabilidad, eran contadas las ocasiones en las que una persona hacía uso de su innato reflejo de orientación, esa respuesta nerviosa automática que hace que uno se sobresalte, gire y dirija su atención a un estímulo nuevo, cualquiera que sea su naturaleza sensorial, pero muy especialmente a aquellos que son sonoros o que denotan movimiento cercano. Pese a ser un reflejo de altísima utilidad evolutiva en otras épocas, la civilización había hecho que su uso se limitara a situaciones que, repito, ya no eran usuales. El reflejo, como un perro a la puerta de la casa, descansaba, sin mucho que hacer.
Una o dos generaciones antes, un psicólogo estadounidense, con el inopinado nombre de Burrhus, se percató de que podía hacer uso de ese reflejo para que una rata albina, sometida a privación de alimento o agua, y encerrada en un espacio acotado, volviera su atención a un dispensador de comida provisto de una palanca. Cuando el sonido de una bolita de comida cayendo atraía la atención del roedor y este comenzaba a explorar esa porción de la jaula, no podía evitar, tarde o temprano, detectar la presencia de una palanca que, presionada por su patita, podía proveer una nueva porción de comida.
Descubrió también que la provisión de esa bolita reforzaba la respuesta del animal, que seguía presionando la palanca para obtener más comida. Ahora sabemos que esa secuencia produce una emisión de neurotransmisores, en ciertas porciones del cerebro, que provocan una sensación placentera.
Como un demiurgo, el amigo Burrhus comenzó a cambiar las condiciones. Hacía que el animal requiriera dos o tres o más respuestas para obtener una bolita. O dejaba transcurrir un intervalo de tiempo antes de que una presión de palanca generara la ansiada bolita. O cambiaba aleatoriamente el número de presiones requeridas, o de segundos transcurridos, antes de recompensar al animal. Y dedujo de todo ello que esos mismos principios podían utilizarse para moldear el comportamiento de las personas. La equivalencia implícita en estos dos vertebrados no fue, ni es, bien recibida.
Nuestro panorama sensorial actual dista mucho del de aquella era arcádica y ya casi arcaica de la que hablé arriba. Nuestras vidas están llenas de estímulos auditivos y visuales que nos asaltan por doquier. Amanecemos al rugir de los motores y los bocinazos; nos desplazamos largas distancias, aislados en nuestras cápsulas, oyendo radio, escuchando música, repartiendo y recibiendo madrazos; inundamos nuestros ojos de imágenes sin cuento, de todos los tamaños, formas y colores, que miramos sin ver; caminamos de prisa, sintiéndonos ajenos al entorno, como si solo se tratara de un estorbo con el que hay que lidiar para el logro de nuestros propósitos. Hemos pasado del reflejo de orientación casi sin usar al reflejo de orientación casi abotagado por la carga sensorial.
Y por si esto fuera poco, en el espacio de la última generación, hemos concebido la forma de combatir ese exceso de estimulación con, paradójicamente, más estimulación. Hemos diseñado unos adminículos portátiles que ponen nuestro reflejo de atención en acción mediante un sonido, o una luz, o una vibración, que pueden significar un nuevo mensaje, un correo electrónico más, una noticia urgente, una oferta comercial que no podremos resistir.
Al responder a este estímulo, construimos, automáticamente, una jaula virtual, y al activar el dispositivo comienzan a caernos las bolitas, esas recompensas que ya no descansan sobre una privación material de alimento o bebida, sino sobre nuestra insaciable curiosidad. Porque nuestro primate instinto de comparación no tiene límite. Como no lo tiene nuestra ambición, nuestro deseo de sexo, de fama o de riqueza. Ni nuestro afán de acumular más y más de todo. Ni nuestro temor al aburrimiento.
Y en esa huida de nosotros mismos, en pos de satisfacer ansias infinitas, los algoritmos varían, automáticamente, los estímulos que nos presentan, y nos recompensan cada cierto número de clics o cada cierto intervalo de segundos. Y, sin saberlo, le damos la razón a Burrhus.
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Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.