Cuando la pandemia de covid-19 empezó a dejar atónito al mundo, abrumado de nuevas y enormes incertidumbres, de una cosa podíamos, sin embargo y lamentablemente, estar seguros.
Como expresó entonces David Goldsworthy, profesor honorario de la Escuela de Investigación Política y Social de la Universidad de Monash, en Australia, dirigiéndose a la comunidad internacional de entidades fiscalizadoras superiores (Intosai, por sus siglas en inglés): “Los estafadores y delincuentes despertarán más rápido que la mayoría de nosotros. Serán ellos los que descubrirán las lagunas en los programas de subvenciones para pequeñas empresas, elaborados apresuradamente, o en las iniciativas para adquirir suministros de ropa protectora para el personal de los hospitales”.
Dijo además que los estafadores y delincuentes encontrarían formas de crear carteles para presionar los precios de los respiradores al alza, robar medicamentos de los hospitales para venderlos en farmacias amigas y desviar fondos internacionales de los municipios hacia cuentas bancarias en el extranjero.
Como registran documentos previos y posteriores de esa organización, por ejemplo una auditoría relacionada con la ayuda para desastres y el informe La rendición de cuentas en tiempos de crisis, las situaciones de emergencia suelen conducir a que los mecanismos normales de control sean superados y al debilitamiento de la rendición de cuentas, bajo la justificación de atender una necesidad urgente o declarada como tal.
Lo anterior deriva en despilfarro, mala administración y corrupción, justo en circunstancias en que el uso de fondos públicos está sometido a presión.
Ciertamente, en situaciones de emergencia habrá pérdidas y, hasta cierto punto, “es el precio de responder rápidamente”, pero entonces, es cuando los diversos actores de un sistema nacional de control deben emplear guías y protocolos específicos, oficiales y conocidos, con miras a reducir el volumen de desperdicio, el fraude y la corrupción.
La responsabilidad recae en diversos ámbitos, pero sobre todo en el control interno de cada entidad, seguido de los externos institucionales y la sociedad civil.
En conjunto, se protege la rendición de cuentas y la asignación de las responsabilidades correspondientes.
En nuestro país, es amplio el listado de situaciones y declaraciones de emergencia que desde hace muchos años se han enfrentado y en las cuales hubo despilfarro, fraude y corrupción, aunque en la esfera administrativa y jurídica, por diversas y complejas razones (que algunos se interesan en perpetuar y hasta empeorar) haya sido y sea muy difícil asignar responsabilidades y, más difícil aún, juzgar como corrupción ciertos actos que en esas circunstancias se comenten con fondos públicos.
Razón de más para mantenerse especialmente atentos a la respuesta institucional cuando sobrevienen desastres que requieren una acción inmediata y se declara la emergencia, que serán, como se sabe, cada vez más frecuentes, dados los desafíos nacionales y mundiales.
Por tanto, son imprescindibles las capacidades y guías institucionales para actuar, incluida la adaptación de los sistemas de control para equilibrar la gestión de riesgos.
El autor es administrador y contador público.
