
Recuerdo el puente rojo del Parque Chino. Lo recuerdo porque, durante mi niñez, escalé su espalda jorobada como quien escala una montaña. También porque aparece en una fotografía que tomó mi mamá en 1976. En esa foto, mi papá apoya su pierna derecha sobre el puente mientras hago equilibrio en su regazo. Él tenía veinticuatro años y yo, tres.
Daniel Oduber era el presidente de Costa Rica en 1976. Hoy su monumento le lanza proclamas a una multitud imaginaria en la zona del parque Morazán en la que estuvo el Parque Chino. Es decir, existía un parque dentro de otro: el Chino dentro del Morazán. Algunos le llamaban Parque Japonés. En cualquier caso, era un jardín habitado por planicies desérticas, pasajes empedrados entre las aguas y un lago de lotos ocasionales donde nadaban patos y cisnes. Sí: tuvimos nuestro lago de los cisnes.
El Parque Chino se creó a inicios de los años sesenta, como parte de un proceso de “chinificación” de la ciudad, que incluía basureros y quioscos frente al Teatro Nacional y el Correo. Las aves que nadaban en sus aguas se desvanecieron durante la crisis económica de los ochenta y el parque desapareció una década después, en el intento de destacar el Templo de la Música en medio del paisaje del Morazán. Esto me lo contó Andrés Fernández: la persona que conozco que mejor conoce la historia de San José.
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Durante al menos dos décadas, el Parque Chino fue un oasis en la vida de los josefinos. Su desaparición nos recuerda la pérdida de muchos de los espacios que concibieron nuestros abuelos para la recreación gratuita y gozosa. Esa podría ser una nueva definición de oasis: lugar propicio para detenerse, compartir, respirar e imaginar. La pérdida de esos espacios nos sugiere, además, que quienes transformaron nuestras ciudades en grandes centros de consumo nos han contado cuentos chinos.
Un cuento chino es una historia falsa o extraña. Una exagerada y difícil de desenredar. Dicen que decimos cuento chino desde que Marco Polo regresó de Oriente y quiso contarlo todo, lo asombroso, lo imposible y lo increíble, en su Libro de las maravillas (1298). En Guanacaste existe una prima hermana del cuento chino, la talla, que pertenece a la tradición oral y se caracteriza por su naturaleza humorística y fantástica.
Por otro lado, los Cuentos chinos (2020) que escribe Danilo Chong no tienen nada de extraño, ni mucho menos de falso. Chong compone crónicas en las que desgrana historias de su vida y de la comunidad china de Nicoya: los viajes emprendidos para visitar al abuelo; la primera bicicleta que llegó al pueblo; el paisano que se convirtió en maestro del golpe de un solo dedo.
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Observo nuestra fotografía del Parque Chino y pienso en quienes viven fuera del encuadre elegido por mi mamá. En las otras familias que buscan el mejor lugar para hacerse un retrato, en los niños que intentan alcanzar el cuello largo de los cisnes y en los otros padres veinteañeros que llevan un pantalón de campana de diolén y agitan sus melenas al ritmo de Hotel California o Dancing Queen.
Recordar el año de la foto es adentrarse en un tiempo de las maravillas. 1976 fue el año de la fundación de Apple, del primer vuelo comercial del Concorde y el lanzamiento del VHS. Elvis alcanzó los 400 millones de discos vendidos y la NASA nos reveló que los marcianos habían esculpido un rostro humano sobre la superficie de su planeta. Además, de acuerdo con la prensa de la época, los ovnis sobrevolaron el suelo tico. Algunas veces, como afirmaba el escritor Daniel Gallegos, el pasado es un extraño país.
Vivimos una vida paralela en nuestros relatos asombrosos y rincones queridos. Esos rincones viven, a su vez, en la memoria de quienes los recordamos con cariño. Existen incontables espacios recreativos y parques que han desaparecido del mundo, pero permanecen entre nosotros, en sus propios términos: se niegan a ser rastreados por los satélites que orbitan la Tierra, son inmunes al lucro y la plusvalía y esquivos a las búsquedas en Waze, Google Earth y Uber Eats.
Viajo a San José, llego al Morazán y avanzo entre las hileras de corchos australianos que custodiaban el Parque Chino de mi infancia. Caigo voluntariamente en la trampa que nos asegura que todo tiempo pasado fue mejor y camino en cámara lenta, como camino siempre, de todos modos, en medio de cisnes que navegan y marcianos que sobrevuelan los alrededores de un puente rojo. Un puente rojo de espalda jorobada que alguien instaló dentro de un parque, dentro de un parque.
jurgenurena@yahoo.com
Jurgen Ureña es cineasta.
