“Hipocresía” es lo que caracteriza a quienes denuncian “hostigamiento a funcionarios simpatizantes suyos, sobre todo en el MAG…”. Y más desilusionante aún es ver que nadie reacciona ante lo que constituye una prueba flagrante del fenómeno de “botín político” que, habiendo sido causa principal de toda corruptela e ineficacia institucional en la década de los cuarenta, había sido superado con la instauración del Estatuto del Servicio Civil en 1953 y la autonomía concedida a los nuevos entes autónomos en 1949. Hasta 1974 al menos –tenga esto claro el lector–, Costa Rica fue orgullo en América Latina en materia de “servicio público idóneo y probo”, pero en esto también hemos retrocedido. Ilustro mi desencanto y estupor.
En 1975, o por “ahí”, presencié en Ofiplan cómo un agrónomo del MAG le decía a otros: “Hay que parar a ese hijo de tal por cual (otro agrónomo que aspiraba a ocupar una jefatur) pues es mariachi”.
Luego, previamente a las elecciones de 1978, se convocó “informalmente” a una reunión a todos los jefes de Ofiplan para discutir la firma de “pagarés para financiar al partido”. Yo, estupefacto, pregunté que a cuál partido se referían, pues nosotros, como funcionarios públicos, “debíamos ser neutrales” y se me dijo, con gran desparpajo: “Pues el PLN, Johnny, ¡cuál va a ser!”. Protesté y salí indignado sin que eso, en apariencia, perturbara a la mayoría que, fuere por filiación o temor, se quedó allí. Desde 1974, además, se habían instaurado los ingratos “comités del PLN” para perseguir “contrarios”, replicados años después por el PUSC. En un libro de 1986, identifiqué y documenté este fenómeno. O sea, no está el amable lector ante una reacción visceral o coyuntural de mi parte.
Piñata infame. En abril de 1998, se dio la cereza de esta piñata infame: en la transición entre Gobiernos, el entonces “PLUSC” acordó modificar el artículo 4 del Estatuto de Servicio Civil descarada y descarnadamente, para que todas las jefaturas dependientes de cada ministro y viceministro, centrales o regionales, fueran consideradas de “confianza”. A partir de ahí se oficializó dicho fenómeno del “botín político”. No olvide el lector este hecho.
Precisamente, de 1995 a 1999 dirigí un programa de la Fundación Kellogg en la UNA sobre desarrollo rural, y con los directores regionales de numerosas instituciones, en particular del sector agropecuario en la zona de Limón, contribuimos a volcar de manera convergente muchos recursos y programas a las mismas poblaciones. Sin embargo, ya en otro trabajo, me encontré en el 2000 a uno de los mejores directores regionales de aquella experiencia, un agrónomo del MAG, en el aeropuerto Juan Santamaría, como aforador o algo así. Había sido “transferido” por el “nuevo” Gobierno para poner a alguien no necesariamente más idóneo ni experimentado, sino “de confianza… socialcristiana”.
Ah, casi se me olvidaba: en julio de 1984 regresé de Londres con un flamante doctorado de la LSE, una de las mejores universidades del mundo, solo para encontrarme con que “ya no era” director de división en Mideplan, pues, según el ministro Villasuso –quien sustituyó en ausencia mía a don Claudio Volio, q.d.D.g.–, yo “era de otro partido” y “le pidieron removerme del cargo”. No había Sala IV entonces ni tuve a ningún partido “apoyándome”.
Semejante liviandad en este país se dramatiza con el hecho de que, ahora y previamente, directores regionales y otros funcionarios públicos de carrera aparecen de repente como legisladores. Nadie parece sopesar que el burócrata público, en su sentido esencial, puede tener su preferencia partidista y votar, pero no más.
En Europa, sus excolonias exitosas y USA, países donde la teoría sí sustenta la praxis, no es posible encontrar funcionarios de ministerios o empresas estatales haciendo “campaña” por un partido, aun después de las “4 p. m.”, y menos persiguiendo “contrarios” o, peor aún, compitiendo descaradamente por una diputación o por un cargo político. Aquella teoría sostiene que el burócrata público debe ganar bien y tener garantías de mérito y carrera, cubierto por “debidos procesos” para, precisamente, librarlo de la influencia volátil y perniciosa de los partidos y políticos de turno.
Malas prácticas. Aquí, muchísimos creen que tal beligerancia política es un derecho constitucional –siendo superior su obligación de probidad–, sin que nadie parezca sopesar cómo ello genera todo tipo de antivalores y malas prácticas que inevitablemente conspiran contra la transparencia y eficacia gubernativas constitucionalmente ordenadas.
¿Es que nadie se da cuenta, en serio, de que las sanas pero ingenuas pretensiones de muchos por mejorar el “régimen de empleo público”, la “evaluación” del funcionario, así como la “transparencia” de las compras y contrataciones y tantos otros problemas recurrentes como la “tramitomanía”, no son viables solo proponiendo nuevas reformas legales o “técnicas” que ex profeso dan la espalda a estos vicios orgánicos generadores de tanta corrupción e improvisación?
Código Electoral frente a Estatuto de Servicio Civil, LGAP y ley contra la corrupción: ¿cuál debe prevalecer en este país de medias tintas? Así vamos por la vida sin que nadie se conmueva por estas cosas que están en la raíz de la creciente corrupción e ineficacia de “nuevo cuño” desde la Ley 4-3 de 1970 y, sobre todo, el régimen de presidencias ejecutivas de 1974.
Lo peor que puede estar pasando, tal como advertimos “amistosamente” por escrito a Helio Fallas después del 2 de febrero sobre cómo debía el PAC, si llegaba al poder, reconocer este agudo fenómeno –y varios otros– y actuar en el mejor interés nacional, o sea, no agravarlo, sino neutralizarlo, es que estemos ante un problema mayor.
Fuente de males. A juzgar por estas denuncias mencionadas (con mucho de hipocresía o ingenuidad, insisto, aunque alguna pueda ser “de recibo”), aunadas al manoseo de plazas legislativas, liquidaciones de gastos electorales y la cantidad de caras nuevas de jerarcas y mandos medios que, según descubrimos día a día, provienen de la UNA y de “la otra”, sería funesto que el país se estuviera moviendo en el plano ético y operativo –para desconsuelo de Ottón Solís y tantos que apostamos por un cambio radical, real y correcto– hacia un “PLUSCPAC”. Pobre Costa Rica, pues nadie más, y lo digo en serio, parece querer ver o reconocer la fuente sociopolítica de todos nuestros crecientes males.