
En la prisa que nos arrastra cada día, las felicitaciones navideñas han quedado reducidas a mensajes instantáneos y predeterminados, dejando de lado el cariño de una felicitación pensada y plasmada especialmente para cada persona cercana.
Años atrás, recibíamos físicamente las tarjetas de Navidad que las familias, los amigos y los novios compartían como un gesto genuino para decir: “los tenemos muy presentes en nuestro corazón y los recordamos en esta Navidad”.
Recuerdo esta costumbre como una de las tradiciones más preciosas de la época. Cada tarjeta significaba llevar la alegría de la Navidad a quienes formaban parte de nuestra vida, y recibirla era recordar de inmediato a quienes nos la enviaban.
Estas tarjetas físicas no eran solo una tradición: eran un regalo de tiempo, intención y recuerdos que perduran. Escogerlas, hacerlas y escribirlas requería detenerse a pensar en aquellos a quienes llegarían, en lo que queríamos desearles y en lo que queríamos compartirles.
Cada año, eran más lindas y creativas: desde las hechas en casa –alegres y entrañables–, hasta aquellas que compartían acontecimientos importantes de la familia, las que reproducían pinturas famosas exhibidas en grandes museos del mundo o bellas caricaturas.
Todas, absolutamente todas, eran recibidas con alegría e inmenso agradecimiento. Eran una manera de sabernos recordados y apreciados en una época en la que lo más importante es sentirnos queridos.
Recuperar esta tradición podría devolvernos humanidad en un mundo saturado de superficialidad, donde nunca falta quien quiera opacar la alegría que trae la Navidad cristiana.
Traigo a mi memoria la pintura de la Natividad de Federico Barocci, cuya majestuosidad deja ver que la luz no entra desde el cielo ni desde una ventana, sino que nace del mismo Niñito. Es una luz sutil y delicada que ilumina la serena expresión de la Virgen María y el gesto reverente de san José. Esa luz que brota del pequeño acostado en el pesebre podría permanecer en el centro de la vida de los hombres y mujeres de buena voluntad que la deseen y la pidan.
Esta bella obra de arte, ante la que se detienen miles de visitantes del Museo del Prado, muestra una ternura inmensa. Invita a la intención de postrarse ante el gran misterio de la Navidad que está por llegar: el Dios encarnado, nacido.
Esta cálida pintura sería perfecta para colocarla en la portada de una tarjeta con el siguiente mensaje:
Que esta nueva Navidad nos lleve a mirar ese pesebre con renovado asombro, profundo y sincero; que el Niñito pueda llegar a un corazón que lo acoja, un corazón desprendido de lo meramente terrenal y capaz de asombrarse ante el milagro de la inmensa humildad de quien yace en el pesebre. Un niño está por nacer y viene con su luz para renovarnos –sin dramatismos– a todos los que libremente lo acepten.
¡Feliz Navidad!
Cuando nos unimos sinceramente al milagro que trae cada Navidad, brota en nosotros una auténtica alegría capaz de opacar cualquier tristeza; seguirá siendo ese faro que da luz al resto de los meses. (Miguel Aranguren, Una mujer en Navidad).
“Hubo una vez en el mundo un pesebre y en ese pesebre algo más grande que el mundo”. C. S. Lewis.
Mariamalia Bulgarelli Mora tiene formación en Administración de Empresas y estudios de posgrado en Matrimonio y Familia.