
La política en Centroamérica se ha mudado. Ya no se define en la Asamblea Legislativa ni en la plaza pública, sino en el feed polarizado y efímero de las redes sociales. La hipótesis de que la opinión pública –esa fuerza colectiva que decide elecciones– está siendo definida por los algoritmos de las plataformas digitales ha pasado de ser una advertencia académica a una dura realidad comprobada, con consecuencias directas en la salud de nuestras frágiles democracias.
Nuestra región, con alta penetración móvil, se ha convertido en el campo de batalla perfecto para este nuevo poder. El algoritmo opera con una sola ley: maximizar la interacción. Y como la indignación, el conflicto y la narrativa de “nosotros contra ellos” generan más clics que el debate complejo, el código se convierte en un motor de polarización masiva.
Las cámaras de eco y el secuestro del debate
Este mecanismo nos encierra en cámaras de eco y filtros burbuja, estructuras que limitan la exposición a la disidencia y refuerzan los sesgos. El votante, al solo consumir contenido que valida sus creencias, se radicaliza, y la conversación cívica se fragmenta en monólogos paralelos, volviendo inviable la deliberación racional.
Esta dinámica se agrava en coyunturas electorales, en que la verdad es la primera víctima. El Tribunal Supremo de Elecciones (TSE) de Costa Rica, por ejemplo, documentó la generación de contenido falso de forma sistematizada en las elecciones de 2022. Esto no fue un error; fue una estrategia política que entendió que los algoritmos favorecen las narrativas engañosas si están diseñadas para la máxima viralidad.
Las campañas utilizan hoy las redes como una “plataforma de prueba”, donde el mensaje se afina y potencia según la reacción algorítmica y no según la ética o la veracidad.
El riesgo en 2026: popularidad sin rendición de cuentas
La estrategia de comunicación del actual gobierno de Costa Rica, de cara a la contienda de 2026, es un claro ejemplo regional de la capitalización de este fenómeno.
El presidente Rodrigo Chaves ha basado su gestión en un canal de comunicación directo con la ciudadanía, saltándose a los medios tradicionales. Este estilo, cargado de confrontación y de un antagonismo claro contra las “élites”, es algorítmicamente perfecto: genera un alto engagement emocional, asegurando una visibilidad masiva.
El resultado es la crisis de la percepción: la popularidad de la figura presidencial se ha mantenido en niveles extraordinarios, incluso en áreas donde los indicadores de gestión no han cumplido las expectativas.
La conclusión es ineludible: la narrativa impulsada por el algoritmo, centrada en la confrontación y el estilo, tiene más peso en la opinión pública que la evaluación racional de los resultados de gobierno. El código define la percepción más que la realidad.
El desafío de la campaña electoral
El periodo preelectoral que culminará en febrero de 2026 se perfila como la contienda más digitalizada y polarizada hasta la fecha.
A pesar de que instituciones como el TSE intentan establecer reglas, como la restricción a la difusión de obra pública en el periodo de convocatoria, estas normas encuentran un muro infranqueable en la lógica algorítmica. ¿Cómo sancionar la conversación espontánea o la amplificación de la narrativa oficial por terceros, cuando es el algoritmo el que las premia con visibilidad?
El hecho de que se haya lanzado un “Acuerdo nacional contra la desinformación y el odio rumbo a las elecciones de 2026” es un reconocimiento institucional de que la opinión pública está en peligro de ser definida por narrativas distorsionadas.
Un llamado a la defensa democrática
La urna es física, pero la decisión se cocina en el entorno digital. El peligro en Centroamérica no es que los ciudadanos dejen de votar, sino que lo hagan basándose en una realidad mediada y distorsionada por sistemas diseñados para generar adicción, no verdad.
Para salvaguardar la democracia en la región, se impone una defensa cívica urgente. La primera línea de resistencia pasa por la alfabetización algorítmica: enseñar a los ciudadanos a desconfiar de aquello que despierta una emoción inmediata y a comprender que lo que aparece en sus pantallas no es un reflejo neutral de la realidad, sino una selección sesgada, diseñada para captar su atención.
A la par, se vuelve indispensable exigir transparencia a las plataformas digitales. Estas deben rendir cuentas sobre la manera en que sus algoritmos priorizan el contenido político y sobre el papel que juegan en la amplificación deliberada de la desinformación. La opacidad tecnológica no puede seguir siendo excusa para eludir responsabilidades democráticas.
Finalmente, el periodismo debe reafirmar su lugar como curador de la verdad. Frente a la lógica del algoritmo, que premia lo inmediato y lo superficial, los medios tienen la tarea de ofrecer contexto, profundidad y rigor. Solo así podrán ayudar a las audiencias a romper la burbuja informativa y a recuperar la capacidad crítica que sostiene la vida democrática.
Si no recuperamos el control sobre nuestra conversación cívica, la soberanía de nuestros pueblos seguirá existiendo formalmente, pero en la práctica, nuestra democracia estará sujeta al código opaco de una urna algorítmica.
Juan Pablo Ferrari Saavedra es periodista.