Unos vienen de Suramérica y transitan de Panamá a Nicaragua buscando el “sueño americano”; otros regresan de Norteamérica y cruzan de Nicaragua a Panamá tras sufrir la “pesadilla americana”; bastantes se quedaron varados, deambulan, piden dinero y no saben si suben o bajan. Muchos más huyen de dictaduras y violencia, buscan refugio con la ilusión de volver algún día a su patria; otros tantos llegan a trabajar en cafetales, cañales, construcciones o casas, o montan sus negocios. Algunos se quedan pocas semanas, van y vuelven. Otros se arraigan aquí para siempre.
En noviembre participé en una visita que hizo a Costa Rica la organización Refugees International, con sede en Washington D.C., que constató el complejo remolino migratorio que vive el país y la aparente voluntad gubernamental de invisibilizarlo, de imaginar que no existe; como si eso bastara para resolver el problema.
Por un lado, observamos que el país tiene un robusto entramado legal e institucional para proteger los derechos humanos de las personas refugiadas y migrantes en general, financiar servicios y ordenar los flujos; pero, en la realidad, la escasez de recursos para la atención humanitaria es agobiante; el sistema de solicitudes de refugio está colapsado; hay limbos burocráticos que bloquean la regularización de las personas deseosas de aportar al país; impera el descontrol en las fronteras terrestres donde el ingreso legal, en la práctica, es voluntario, y se subutilizan infraestructuras y recursos para la atención migratoria.
En los Chiles, el albergue Casa Esperanza está cerrando por falta de dinero. Ahí conversamos con una familia venezolana: papá, mamá y cinco hijos (dos varones y tres mujeres). Él trabajó con la oposición en las elecciones de julio de 2024 y, por las amenazas y violencia recibida, huyeron de su país, sufrieron cruzando de la selva de Darién, controlada por mafias; fueron asaltados en Nicaragua, secuestrados en México y rechazados en Estados Unidos.
Ahora regresan sin nada, pero tampoco pueden solicitar refugio en Costa Rica. Les exigen ir a la frontera sur y les dan fechas absurdas, más de un año, para tener derecho a pedir la categoría.
Sin regularizarse, el papá tampoco puede trabajar ni pagar el Seguro Social. Se debatían entre volver a cruzar el Darién o mantenerse en la irregularidad mientras reúnen dinero para un retorno menos peligroso.
También estaba Alexis, periodista venezolano a quien le quitaron su emisora de radio años atrás. Huyó a Estados Unidos y trabajaba allá cuando cayó en una redada de “la Migra” y fue deportado a México. Y, de ahí, por tierra hasta Los Chiles. Tampoco pudo sacar una cita para pedir refugio porque, por ser venezolano, debía ir a Paso Canoas. Solo quiere trabajar legalmente un tiempo para ahorrar y marcharse.
En Los Chiles, frente al puesto fronterizo, presenciamos cómo llegaban autobuses con migrantes nicaragüenses que volvían a Nicaragua y cruzaban la frontera por un trillo lodoso. El costo de $37 de la visa y otras tasas oficiales se les hace muy oneroso y les resulta más fácil entrar y salir de manera irregular.
Algo similar ocurre en Peñas Blancas y en Upala, donde las comunidades ticas y nicas conviven integradas. En los puntos fronterizos florece una industria del tránsito irregular: alquiler de botas, duchas, taxis, coyotaje y más…
En Paso Canoas, visitamos el Centro de Atención Temporal a Migrantes (Catem), que tiene capacidad para atender a más de 300 personas. Sin embargo, el 21 de noviembre solo había allí una familia venezolana. Una de sus reglas es que solo puede ser usado por dos noches.
Mientras, en Paso Canoas deambulan los migrantes, y la Iglesia católica y otras organizaciones hacen malabares para ofrecerles comida. En un estudio publicado en agosto, la Defensoría de los Habitantes constató la subutilización de las instalaciones. De enero a julio de 2025, Panamá registró la entrada de más de 14.000 personas en migración inversa, pero el Catem solo había sido usado por 1.480.
Actas de agosto de 2025 de la Junta Administrativa de Migración revelan que el Fondo Nacional Contra la Trata y Tráfico de Personas (Fonatt) tiene, en 2025, un superávit superior a los ¢1.000 millones.
El Fonatt capta un dólar por cada persona que sale del país. “A mí me preocupa ese superávit (…) y son más de mil millones; es una lástima”, dice una funcionaria. “Es que realmente el Fonatt no tiene proyectos de peso”, le responde otra. La misma acta lo confirma: pagan ¢11 millones al año por transcribir actas. Situaciones similares ocurren con el Fideicomiso Especial de Migración y el Fondo Social Migratorio.
Naciones Unidas y la Defensoría de los Habitantes han calificado como “crítico” el panorama de derechos humanos en el contexto de la migración inversa. Es urgente que Costa Rica adopte una actitud realista frente al remolino migratorio.
Las migraciones no desaparecerán y miles de migrantes permanecen aquí sin rumbo, por semanas o meses. Si el Estado no atiende el fenómeno de manera humanitaria y con apego a los estándares internacionales, las redes de tráfico atrapan a las personas migrantes y las comunidades costarricenses sufren la deambulación y la indigencia.
Este martes 16 de diciembre a las 6:30 p. m. Refugees International e IRCA-Casa Abierta tratarán los dilemas actuales de la migración y de la inclusión económica de las personas refugiadas en una mesa redonda en el Colegio de Periodistas, porque la atención, regularización e integración de las personas migrantes favorece a Costa Rica.
herrera.mauricio@gmail.com
Mauricio Herrera Ulloa es periodista y exministro de Comunicación.