Este sábado, en la inauguración de la Feria Internacional del Libro de Costa Rica 2025, una de las protagonistas fue la reconocida escritora española Irene Vallejo, aclamada por su libro “El infinito en un junco”. Transcribimos su discurso.
Gracias a una escritora, Costa Rica se convirtió para mí en algo más que un nombre en un mapa. Sucedió un buen día, un día de hallazgos, cuando me asomé al poema que Eunice Odio dedicó a España. El primer verso comienza con un incendio: “Porque en España ardía la voz”.
Esa llama abrasadora era la guerra civil. “Nube y cielo mayor” recuerda a las mujeres enlutadas, a Guernica, ese cielo acuchillado, los escombros doloridos. Y termina con estas palabras: "Sobre lo que parece que se ha roto en el llanto/ estamos todos/ mostrando el tanto de brillo de una lágrima./ Somos los apasionados magníficos/ los pequeños exaltados/ siempre floridos,/ los de rostro transitable,/ estamos todos,/ esperando sobre la piedra erguida,/ somos los de dentro y los de fuera,/ somos los americanos“.
Eunice, que murió antes de que yo naciera, logró emocionarme al saber que el destino de los míos le importaba. Creó un nuevo paisaje interior en mí: yo también quise saber sobre los suyos, costarricenses, los apasionados magníficos.
Conseguir que la palabra triunfe sobre la muerte no es un logro pequeño. Regalarme un territorio que ya nunca sería desconocido, su tierra natal, fue otra forma más de desafiar la distancia, la indiferencia, el océano interpuesto entre nuestros dos países.

Y, en buena medida, por un poema estoy aquí.
Cuando, en el aeropuerto, los oficiales de Migración me preguntaron por el motivo de mi estancia en Costa Rica, la respuesta sincera habría sido: motivos poéticos.
El amor hacia un lugar que solo he recorrido con pasos de papel. En resumen, vengo porque ya he soñado este viaje.
He soñado con el misterio de las esferas de piedra prehispánicas, únicas en su refinada geometría, tan inspiradoras en sus secretos mitológicos y astronómicos.
Una fabulosa respuesta al enigma de la música de las esferas que mencionaron los pitagóricos y Platón, la armonía de los cuerpos celestes en sus intervalos orbitales, los sonidos celestiales que interpretan los planetas al girar.
La idea de que somos parte de un gran concierto cósmico.
Creo que los artistas de la cultura del Diquís estaban de acuerdo con los griegos en mirar el universo y la naturaleza como una obra de arte, como una armonía profunda que reclama nuestro cuidado.
Las fascinantes culturas de Mesoamérica nos recuerdan que el arte es una necesidad, una urgencia. La arqueología nos revela que las pinturas rupestres y estatuillas más antiguas son previas a la agricultura, las ciudades o la economía.
Ese es el orden en el que nuestra sed creó y colmó nuestras necesidades: antes de tener dinero o tierras, tuvimos los sueños.
Todo lo que hoy consideramos indispensable llegaría más tarde que la escultura, la pintura, los relatos apasionados, los versos, los cantos y los cuentos. Porque los seres humanos no nos conformamos con vivir en la naturaleza, necesitamos representarla.
Las enigmáticas esferas son el testimonio de que la utilidad nunca es suficiente para nosotros, somos criaturas poéticas y simbólicas. No nos conformamos con fabricar cosas y casas; desde los tiempos más remotos, las hemos adornado y embellecido.
La naturaleza nos inspira desde hace milenios innumerables para crear ritos y mitos con los que expresamos nuestro deseo de desafiar lo imposible y comunicarnos con otros mundos.
El deseo de domar los inesperados giros del azar, la extrañeza de la vida y de la muerte. De celebrar los gestos cotidianos frente al cataclismo del olvido voraz. De sentirnos parientes de otras formas de vida, aliados de los animales y los elementos.
Leer es, como escribió Quevedo, “escuchar con los ojos a los muertos”. Y los libros, “en músicos callados contrapuntos, al sueño de la vida hablan despiertos”.
Los seres humanos no nacimos preparados para leer; inventamos esa insólita habilidad hace apenas unos milenios. Y el hallazgo transformó para siempre nuestro cerebro y nuestra capacidad de pensar. Pero ¿cómo pudo suceder la primera vez, cuando todo era nuevo y estaba por inventar?
Para crear la herramienta prodigiosa de la lectura, nos servimos de una facultad que ya poseíamos, desarrollada durante milenios de vida cazadora y recolectora. Procede del corazón mismo de la naturaleza: de los altos cielos surcados por aves y de la vegetación intrincada en la selva.
Antes de la invención de la escritura, los humanos primitivos eran capaces de leer la realidad que veían y vivían: distinguir entre el depredador y la presa en el horizonte lejano, reconocer a un pájaro que se desliza en los toboganes del viento, descubrir a un felino al acecho a partir de un breve atisbo de movimiento, interpretar las señales del paisaje e identificar las huellas de otros seres vivos en la tierra.
En este país de bosques frondosos, fértiles paraísos, volcanes susurrantes, ríos cantarines, océanos infinitos, saben bien que la naturaleza y las historias se trenzan, se anudan, se buscan.
Nuestros antepasados aprendieron a orientarse con la salida y la puesta del sol, los eclipses, las fases lunares y la posición de las estrellas.
El mapa del cielo nocturno les guiaba en sus travesías por lo desconocido, ya fuera por el mar o las montañas.
Imaginando figuras con las que relacionaban los grupos de estrellas, y creando leyendas e historias de lo que representaban, aprendían a identificarlas y recordar las rutas por seguir.
Así nacieron las constelaciones. Como una brújula de luz en medio de la oscuridad. Como un atlas de historias. Relatos creados para leer el cielo, miradas adiestradas en cuentos y estrellas para un día aprender a escribir.
Los estudios de neurociencia de la lectura sostienen que los primeros humanos aprovecharon estas habilidades mentales y las reutilizaron para empezar a dibujar las palabras y las letras, como huellas de animales en los senderos de las páginas. De alguna manera, ya leíamos antes de leer.
Nuestros maestros fueron los océanos y los lagos, la lluvia, la vida pletórica y los astros que escriben sus trazos efímeros en las llanuras estelares del firmamento y en la tierra que pisamos.
Persiguiendo la caza o los frutos, aprendimos a orientarnos en un territorio prestando atención a la ruta, a los hitos del camino, al atlas celeste que dibujan el Sol, la Luna y las estrellas, a la dirección en la que fluye el agua, a mil signos que convierten la naturaleza indómita en un texto legible para quienes conocen su idioma.
Ese gran libro forestal se reescribe constantemente, cambia y canta distintas estrofas.
Nosotros, los seres humanos, fuimos más allá de la escritura fugaz de la selva: aprendimos a conservar el rastro de las palabras, de las ideas y de las historias siglo tras siglo, a través de la pleamar de los tiempos.
En las Ferias del Libro, donde se funden quienes leen, quienes escriben, quienes editan y quienes difunden la lectura, siempre se renueva mi asombro ante este cotidiano prodigio.
Si la costumbre no nos anestesiara, seríamos más conscientes de esta pequeña maravilla.
¿Qué es un libro? Hileras de signos dibujados en páginas que se despliegan como las alas de un ave. Me asombra que esos pájaros verbales puedan unir generaciones y geografías. Nos vuelven cosmopolitas en el tiempo y en el espacio, porque sin movernos atravesamos siglos y kilómetros.
A veces la literatura consigue descubrirnos los secretos vasos que comunican lo íntimo con lo colectivo, y logramos vibrar al unísono.
Cada libro crea un territorio habitable a medio camino entre las palabras y el mundo. “Página” comparte raíz lingüística con “país” y “paz”.
Por supuesto, los habitantes del país pacífico de las páginas celebran fiestas: son, precisamente, las ferias del libro.
Tal vez porque ahora el mundo se está volviendo más y más tumultuoso y confuso, queremos pensar, imaginar y alegrarnos juntos.
La literatura crea comunidades de lectores abiertas a todos y cada una, porque en las historias aprendemos a mirar con los ojos de los otros y entendemos que cuidar a los más frágiles nos hace más fuertes.
Sé que la palabra “paz” es un talismán en Costa Rica, país alejado de los arrebatos bélicos, en busca de caminos vanguardistas para cuidar la naturaleza.
En un poema clamaba mi paisano Miguel Hernández: Tristes guerras si no es amor la empresa. Tristes, tristes. Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes. Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes.
En el Popol Vuh, los primeros hombres y mujeres pronuncian su primera plegaria a los Creadores mayas, diciendo: “Ofrecednos una paz quieta, sosegada, esa tranquilidad que ansiamos, la buena vida, la amabilidad y la bondad. Eso es lo que pedimos”. Ese es su ruego para los dioses, para la abuela del Sol y la abuela de la claridad.
“El cuerpo es ya contagio de azucena”, escribió Eunice. Liberen su deseo textual en esta feria alegre, alada, esperanzada, hospitalaria, democrática, horizontal, que abre horizontes.
Gracias por recibirme, gracias por sus páginas acogedoras, por su paz hospitalaria.