
Entre los muchos panoramas que se han visto significativamente alterados en los últimos 50 años, pocos habrán sufrido una transformación tan radical, cuantitativa y cualitativamente, como el informativo, en general, y el noticioso, en particular.
Hasta 1980, consumir noticias era una actividad muy acotada en todos los órdenes. Las fuentes noticiosas eran pocas, los formatos se podían contar con los dedos de una mano y el alcance estaba limitado por barreras geográficas. Hasta los horarios de consumo parecían estar limitados a tres momentos diarios, como para no interferir con las actividades cotidianas, habituales, de las personas. Había periódicos y noticieros matutinos, noticieros de mediodía, periódicos vespertinos y noticieros nocturnos. Y los contenidos de todos los medios estaban también acotados: había un principio (o una portada) y un final (o una contraportada). Y quedaba mucho tiempo para seguir viviendo.
El primer cambio radical se produjo con la aparición, vinculada a la televisión por suscripción o televisión por cable, de canales noticiosos de 24 horas. Se trataba de noticieros interminables, literalmente, que nos metieron el mundo en la sala de nuestra casa. De pronto, como si todos fuéramos modernos Terencios, ya nada de lo humano nos era ajeno. Pero nadie esperaba que la audiencia permaneciera esas mismas 24 horas pegada al televisor. Solo nos asomábamos, esporádica y usualmente, en los mismos tres tiempos ya acostumbrados. Y no fuimos conscientes de la naturaleza cualitativa del cambio hasta 1991, cuando pudimos asistir, entre asombrados y estupefactos, a la primera guerra que se transmitió en directo. Y 10 años después, al inimaginable ataque a las Torres Gemelas.
El segundo cambio, a finales de siglo, pasó quizás más inadvertido, pues, vinculado a un cambio tecnológico complejo, solo se fue haciendo notar en forma muy lenta y progresiva. Comenzaba a asomar algo que se llamaba la red de redes o Internet (así, con mayúscula, en ese entonces), y, corriendo sobre ella, un servicio que se conocía como la red, o telaraña, mundial. Ahora los medios podían prescindir tanto de las limitaciones del soporte (especialmente los impresos) como de las barreras de horario y las geográficas. Por cierto: este diario, La Nación, estuvo entre los medios pioneros en el uso de esta nueva tecnología. Ahora uno podía consumir noticias generadas por medios de otras latitudes y acceder a otras fuentes y otros puntos de vista.
Aunque el acceso estaba limitado a las personas y hogares que disponían de un computador y de una conexión a internet (usando la conexión telefónica, ya casi universal), lo cierto es que la posibilidad de acceder no solo a noticias sino a todo tipo de información sin barreras geográficas u horarias, impulsó la rápida adopción de la tecnología, abrazada con entusiasmo por quienes habíamos vivido la escasez y las penurias de los préstamos bibliotecarios y las fotocopias. Uno podía acceder a casi cualquier noticia en casi que cualquier parte del mundo, y a cualquier hora. Y sin costo adicional, más allá de la conexión. Pero como las redacciones operaban con el modelo del impreso, y el audio y el video no contaban aún con el ancho de banda requerido para su consumo eficiente, los tiempos siguieron siendo lentos, pausados, humanos.
El tercer hito se produce en la primera década del siglo, con la aparición del teléfono inteligente: ya el acceso se vuelve no solo universal sino ubicuo: cualquier noticia, en cualquier momento y en cualquier lugar. Y esa confluencia de capacidades comienza a imprimir una dinámica que podía tildarse, hasta entonces, de muy inusual: la inmediatez. El juego no consiste más en informar bien, sino en informar rápido. Y lo que era privativo de ciertas televisoras comienza a convertirse en moneda de curso común, con la que todos los medios quieren comerciar. Porque ya no se trata de informar o persuadir: se trata de captar la atención. De manipular un reflejo humano innato con propósitos comerciales.
Y el culmen de esta evolución se produce con las redes sociales y las aplicaciones de mensajería. La inmediatez de los medios se ve multiplicada por la inmediatez de las reacciones. Y el entusiasmo llega a tales niveles que ya cada quien se cree un medio y comienza no solo a compartir sino a generar su propio contenido, con el mismo entusiasmo del periodismo original (algo que llegó a denominarse “periodismo ciudadano”), pero sin el rigor ni la responsabilidad, dando origen a lo que yo denomino “medio medios”.
Al final de todo este embudo histórico y tecnológico, la quebrada informativa original, con su atemperada corriente, se ha visto avasallada por una cabeza de agua interminable, enlodada y rugiente, que nos abruma. Nos vemos pegados a una boca de hidrante “noticiosa”, que no nos deja pausar, pensar, discernir, ponderar. Y la sensación es tan abrumadora que no nos resta sino apelar a nuestros mecanismos más básicos, primitivos, intuitivos y emocionales para tratar de hacer frente a una realidad que nos interpela sin misericordia ni derecho de apelación.
De si hay o no alternativa, hablaremos en otra ocasión.
inigolejarza@pm.me
Íñigo Lejarza es bachiller en Psicología y máster en Administración de Empresas. Ha dedicado su carrera al análisis de datos y la investigación de mercados, especialmente en medios de comunicación y publicidad.