
A fines de los años ochenta se estrenó una de las mejores comedias de la historia: Akeem es el heredero al trono de una nación ficticia de África llamada Samundia y decide buscar una esposa en Nueva York. La peli apareció bajo el título Coming To America, aunque en Latinoamérica fue conocida como Un príncipe en Nueva York. Y el núcleo humorístico venía dado por las tensiones y contradicciones que suscita la existencia de un príncipe en un espacio, digamos, fundamentalmente republicano como lo es (o lo era) la zona de Queens en la Nueva York de 1988. Un príncipe –aun uno que persiste en ocultar su prosapia– allí deviene absurdo y, por tanto, hilarante. Y de eso, sin ir más lejos, va la dichosa peli.
Salvando las distancias, algo semejante pudo ocurrir en el Cartago de la posguerra, específicamente en el Colegio de San Luis Gonzaga, donde un hombre nervioso y cultísimo, de acento extraño y aspecto prolijo, impartió clases de francés. Algunos estudiantes, imbuidos de crueldad adolescente y conocedores del pasado de aquel hombre, solían realizar sonidos perturbadores durante sus clases. Y el profesor, preso seguramente de las horrorosas reminiscencias de la guerra, sucumbía a una excitación acérrima.
Se llamaba Michel Sturdza y era, en efecto, un príncipe rumano. Fue ministro de Relaciones Exteriores de Rumanía en los tiempos de Ion Antonescu, en la Rumanía del Eje. Y si bien desempeñó ese cargo apenas un par de años o menos, no sería del todo descabellado suponer que le haya estrechado la mano al mismísimo Führer, ya que durante su gestión encabezó una visita de alto nivel a Berlín.
Tras el fin de la guerra, monsieur Sturdza huyó de Europa y de su pasado y se estableció en Cartago. ¿Cómo sucedió tal cosa? Lo ignoro. Solo sé que durante su estancia en la Vieja Metrópoli, fue profesor de mi papá y escribió artículos vehementes contra la remodelación del parque, así como un alegato anticomunista en el que alude al caso de Katanga en el Congo y un texto bastante curioso en el que reivindica el vitalismo frente al darwinismo y plantea la existencia de un supraconsciente colectivo.
En 1968, Sturdza, además, publicó en inglés un libro de memorias, una obra que, por cierto, forma parte del acervo de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Llama la atención que en esas memorias no aparece una sola mención a Costa Rica ni mucho menos a Cartago. Sturdza, a diferencia de Akeem, no halló razones suficientes para hacer de su estancia americana algo memorable.
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El escritor ruso Vasili Peskov escribió una crónica maravillosa acerca de una familia perdida en la taiga siberiana. A fines de los setenta, en plena de guerra de Afganistán, un piloto soviético sobrevolaba la inexpugnable cordillera de Abakán y allí los encontró: un desmonte al lado de un río y un raquítico caserío.
Ese era el imperio redimido de la familia Lykov.
Se trataba de los descendientes de algo que en Rusia se conoció como “los viejos creyentes”. Gente que se resistió a las reformas litúrgicas que impulsó el patriarca Nikon en el siglo XVII. Gente que no estaba en sintonía con la deriva de los tiempos. Gente que no sabía nada de aquellos sucesos que alguna vez conmovieron al mundo. Gente que estaba convencida de dejar atrás el ámbito de los anticristos.
Casi todo aquel que se fuga del mundo está huyendo de un apocalipsis en potencia. Y casi todo aquel que se pierde en el mundo lleva un apocalipsis dentro. Esa, seguramente, fue la suerte de los Lykov, de Sturdza y de tantos otros.
En la Edad Media, los bosques estaban llenos de personajes de ese tipo. Brujas, sabios, ermitaños, magos, proscritos y complotados. Los bosques del medioevo, así, comprendían la posibilidad de fugarse o perderse. Y tras la caída de los imperios en Europa, más o menos después de la Primera Guerra Mundial, eso fue América: un dilatado bosque donde refugiarse.
Me figuro entonces un príncipe prusiano devenido lanchero en el golfo de Nicoya y finquero en Barranca de Puntarenas. Y pienso en un marqués italiano que muere tras contagiarse de fiebre amarilla en Limón; un conde alemán, héroe de guerra, que se enamora de la hija de un presidente y, por supuesto, un noble rumano que termina dando clases de francés en Cartago.
En el libro de Peskov se habla de un episodio curioso. Alguna vez, los Lykov divisaron un animal fabuloso. Nunca habían visto cosa parecida. Un ave inmensa que emitía un graznido ajeno.
Era una grulla.
La cordillera de Abakán dista mucho de ser un paso aviar. Es decir, aquella fatigada grulla, probablemente, fue llevada hasta allí por vientos malhechores que la alejaron de su ruta. Alguien podría conjeturar que, como en la película de Mijaíl Kalatózov El vuelo de las grullas, el ave que hallaron los Lykov no era más que el alma de un soldado ruso muerto en la guerra. Aunque, tal vez, como los nobles huérfanos de imperio, apenas intentaba fugarse o perderse del mundo.
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Fabián Coto Chaves es escritor.