
Cuesta creerlo, pero es real: un banco del Estado costarricense ha estafado a sus propios clientes. No estamos ante un fraude privado ni un caso aislado de mala administración. Lo ocurrido con el BCR-SAFI es una vergüenza nacional y, posiblemente, un caso único en el mundo.
Cientos de personas, en su mayoría adultos mayores, confiamos nuestros ahorros a una institución pública con 160 años de historia, convencidos de que el respaldo estatal era sinónimo de seguridad. Sin embargo, esa confianza fue traicionada. Los fondos se malversaron, las pérdidas se acumularon y las soluciones se han postergado una y otra vez, mientras las víctimas vemos desvanecerse el fruto del trabajo de toda una vida.
Los directores del banco no han dado la cara. Las órdenes de las entidades supervisoras se han desobedecido o aplicado a medias. Y cada día que pasa sin una acción firme, el hueco financiero crece, junto con la desconfianza ciudadana.
Este no es solo un caso financiero: es una crisis moral e institucional. Porque cuando una entidad del Estado lesiona el patrimonio de quienes debía proteger, la estafa trasciende lo económico y se convierte en una traición al principio mismo de servicio público.
Lo más doloroso es la impunidad con que se manejan las responsabilidades. Nadie asume el costo de las decisiones y, mientras tanto, las víctimas envejecemos esperando respuestas.
Costa Rica no puede permitir que esto se normalice. La justicia, la Contraloría y los entes supervisores deben actuar sin dilación ni complacencias. La credibilidad del sistema financiero público está en juego y, con ella, la confianza de toda una nación.
El caso BCR-SAFI no es un simple error administrativo. Es una herida abierta en el corazón del país. Y solo la verdad, la rendición de cuentas y la reparación podrán cerrarla.
Martiza Cageao es vecina de Escazú y pensionada que confió gran parte de sus ahorros en los fondos de inversión del BCR-SAFI.