
Esa alma colombiana con la que suelo definirme tenía desde hace dieciséis años un saldo pendiente: la Alta Guajira, allá en la colindancia caribeña con Venezuela. Desde que me afinqué en Bogotá por motivos de estudio, el Cabo de la Vela y Punta Gallina se habían convertido en una especie de leyenda urbana, un rincón escondido al norte del sur, en donde la sal y las dunas le habían forjado el carácter indomable a uno de los pocos sitios donde la guerrilla no pudo echar raíces. Muy berracos. Vaya carta de presentación.
Partimos pues temprano desde Riohacha, capital de departamento; habíamos llegado la noche anterior, luego de cinco horas de viaje desde Barranquilla. Manuel, un guajiro espigado y corpulento, nativo de un poco más al sur, allá por donde Luis Díaz, del Liverpool, diera sus primeras patadas en una cancha destartalada de fútbol, sería nuestro chofer y guía.
Como suele ocurrir por mi metro-ochenta-y-cinco, por disposición unánime me tuve que acomodar en el espacio del copiloto, estrujado en medio de una inesperada montaña de bolsas de arroz, de agua y de galletas.
–Ya verán que las vamos a necesitar todas– nos sentenció nuestro capitán, en medio de los ojos atónitos y sorprendidos del resto de los tripulantes. Nos esperaban desiertos, salinetas, caminos inexistentes, tormentas de arena y el vallenato más criollo, el menos comercial.
¿De manta roja o de manta negra?, es lo que suelen preguntar los indígenas wayuu para distinguir el estrato social. Luego, más adentrados, también conoceríamos de las encerronas durante un año de las adolescentes que recién empezaban a menstruar para prepararlas para hacerse mujeres, de los palabreros que conciliaban con acuerdos sagrados cualquier disputa entre miembros de la comunidad, del arte de hablar en revesino alternando el orden de las sílabas, del conjunto de ranchos en torno a un pozo en donde cohabitan familias y bestias –las rancherías–, de los chinchorros o hamacas con olor a alga marina, de las cascabeles bien fregadas de las que luego me hablaría Chema, o de las motos destartaladas con cinco personas y un chivo a cuestas. Sí, por cierto, los chivos son una moneda de canje que representa poderío, el eje de los arreglos matrimoniales y de las deudas por pagar.
–¿Pescado criollo o veneca? Es lo que siempre hay que preguntar, porque ese, el venezolano, son carites acartonados, casi vulcanizados, con sabor a petróleo de tanta contaminación que sale del lago de Maracaibo– nos dijo Manuel, precisamente cuando degustábamos unas patanegras heladas, como les dicen a las cervezas Polar, tan emblemáticas del otro lado de la frontera, y que ahora salen anunciadas con pompa en las vallas publicitarias del Santiago Bernabéu.
Y poco después, las primeras barricadas: peajes artesanales, legitimados, en donde un niño o una niña, una matrona –la mama– o un viejo curtido sostienen una cuerda, un cable o una cadena de bicicleta para forzarnos a parar y entregar una bolsa de víveres. En los puntos más hacinados, podía haber hasta ocho paradas obligatorias en un tramo de cincuenta metros, quizá de una misma familia organizada en conjunto para maximizarle la ganancia a sus dominios, porque Dios sabe que el capitalismo está en todos lados. En otras ocasiones, la caravana se tenía que detener por completo, y hasta que el último vehículo diera su aporte se levantaba el retén.

Y ahí, en medio de aquel lugar recóndito, una dinámica que se repetía cada tanto: pelaos en brazos que, antes de articular palabra, ya extienden sus manos para gesticular la necesidad, y la danza perversa entre la miseria y el espacio lúdico y alegre por el premio de las galletas. Son, creo, a fin de cuentas, los recursos evolutivos que mitigan el daño cerebral por el estrés temprano en la vida en medio de tanta deprivación económica y educativa.
Ahí, en mi posición de copiloto, entregando esas pequeñas bolsas, decidí observar directamente a los ojos a cada una de las personas que con una mano sostenían la cuerda y con la otra esperaban su recompensa.
Ahí, por lo tanto, me encontré con el recelo por recibir tan solo una bocanada de nuestro aire acondicionado al bajar la ventana, la desvalidez aprendida y heredada durante generaciones como medio de subsistencia, el olvido gubernamental compensado por los beneficios de los que unos pocos se aprovechan, la risa juguetona de quien nada entiende de las injusticias de este mundo, la costra de mocos secos que contornea la cara del hambre, la piel rostizada al sol ocultando más años que arrugas, la rubicundez etílica porque el chirinchi es muy, muy barato, o el coqueteo desesperado como pidiendo auxilio para que la saquen de aquella desolación.
Y a pesar de todo, de lo aparente desde afuera, nuestra posición de desventaja: todos, sin excepción, en ese intercambio de miradas, hasta no sentir en sus manos la ofrenda, no bajarían la cadena por ningún motivo. Era un pulso que perdimos decenas de veces porque no se trataba del libre tránsito: era, a fin de cuentas, el golpe por una mirada a nuestros privilegios.
“Tenemos el lujo de no tener hambre” (’Más de cien mentiras’, Joaquín Sabina)
ricardo.millangonzalez@ucr.ac.cr
Ricardo Millán es médico especialista en Psiquiatría y profesor catedrático en la Universidad de Costa Rica (UCR).
