Del mito a la razón se llegó por el asombro, y, por él, la ciencia terminó con la imaginación del Olimpo, una de las más hermosas y antiguas leyendas conocidas. La verdad demostrada sustituyó a la fantasía del mito reverenciado. La inquietud no nació en la Grecia continental, sino en la Mileto de Tales y en la Crotona de Pitágoras. Fue recogida y transformada después con sorpresiva admiración en los diálogos de los filósofos atenienses.
Se fortaleció la filosofía, y trascendió los siglos, solamente después de que a un hombre superior se le ocurrió preguntar, planteando un asombrado cuestionamiento entre la perplejidad y el suspenso, para descubrir lo cierto en la contradicción.
Admirar es ver, pero con ojos y sensibilidades distintas; contemplar lo que siempre estuvo expuesto y nadie descubrió durante miles de años. Hacía falta capacidad para apreciar que sobre creer sin razonar podría estar la fugitiva fe razonada. Mayéutica milagrosa que alguien cercano a Dios pudo extraer y, al lograrlo, opacó, sin proponérselo, la más bella creación poética jamás expresada. No es lo mismo leer a Homero creyendo en los dioses que leerlo sabiendo que los dioses no existen. Homero, sin mitología, casi deja de ser Homero; pero fue tan grande que, aun así, continúa conservando el cetro que lo acredita como el poeta superior de todos los tiempos.
Admirar es también asombrarse, y, por asombro, cada cual puede obtener de sí mismo la verdad, principio descubierto del origen de todas las cosas. Por la razón y la duda muere el mito y nace el fundamento científico, perdiéndose así la inocencia, el candor para creer en sublimes fantasías milenarias.
Nadie que contemple acertadamente la naturaleza pone en duda la existencia de la energía poderosa y eterna; pero también nace el argumento de la contemplación y, asimismo, la certeza de la duda. Seiscientos años antes de Cristo, mirando a las alturas, hombres resplandecientes descubrieron la necesidad de pensar, y, pensando, se encontraron además con la fe, que, habiendo desaparecido, nunca desapareció. “Los dioses no existen, pero un solo Dios sí”, afirmó Sócrates, convencido por su largo meditar.
Sin Mileto, posiblemente la filosofía se habría retrasado mil años. Entonces Alejandría no hubiera existido, ni su biblioteca ni su faro que iluminó al mundo entero ni el Museo, templo de las musas. En consecuencia, tampoco el Renacimiento, ni Miguel Ángel ni Leonardo ni Dante, y, con él, ni la resurrección del mito, sin el cual la poesía nunca pudo haber sido.
Sin Mileto, Descartes y Newton, tendrían que haber esperado muchos siglos para su floreciente nacimiento, lo mismo Blaise Pascal, que a los doce años logró mezclar lo imposible –geometría, belleza y meditación–, adelantando su próximo pensar filosófico; Pascal, el que “murió de vejez a los treinta y nueve años” habiendo usado la mano de Dios para escribir sus pensamientos.
Todo esto nos regresa a la antigua inquietud de que no solo de ciencia vive el hombre; siempre será necesaria la fantasía de las leyendas, renacida cada mil años de las cenizas de antiguos incendios provocados. La humanidad no puede prescindir de las religiones que se manifiestan salpicadas de mitos para luego pasar a la lógica, y, por ella, al regreso de la fe mitológica.
Descartes, Pascal y Newton resumen la sabiduría de dos mil cuatrocientos años, y Homero, el mito revestido de belleza, iluminando de fantasía la fe en dioses de espíritus cósmicos y corazones de vehementes deseos terrenales.
Al final, quizá todo consista en manifestarnos exclusivamente humanos, al entender que en nuestra propia esencia podemos descubrir la suprema espiritualidad, y así –pensando en la expresión total del escultor genial que acaricia el bloque de mármol virgen, sabiendo que puede esculpir eternidades– exclamar con Goethe en su poético filosofar: “Ver con ojos que sienten, sentir con manos que ven”.