
“Es pecado mortal jurar en vano”, decía mi mamá, a medida que yo iba creciendo en edad y en estatura. Y juro que este relato que escribí es cierto, aunque algunas mentirillas me sirvieron para salvar el pellejo.
Una foto antigua que me llegó al WhatsApp me dio impulso para relatar esta historia. Es acerca de la repostería Budapest, allá por los años 1960, que quedaba en la avenida sexta. Para más señas: 100 varas al sur y 25 al este de la esquina suroeste de la catedral, cerca de la farmacia Jara.
Yo solía ir, junto a mi amigo Hernán, a misa de once de la mañana a la catedral. Finalizada la misa, la Banda Municipal de San José se presentaba en el quiosco del parque Central y algunas personas se deleitaban con sus ejecuciones musicales, mientras que otras daban vueltas alrededor del parque, pienso que para “cuerdear” y, quizá, soñar con encontrar el amor.
Luego de eso, mi amigo y yo, con edades cercanas a los 12 o 13 años, nos enrumbábamos a nuestras casas. Algunas veces pasábamos por la pastelería, y si teníamos alguna peseta (25 céntimos) o un cuatro (50 céntimos), juntábamos los cincos y comprábamos un pastel para compartir.
Si mal no recuerdo, el local tenía una puerta con cedazo y esta tenía un timbre que sonaba al abrirla, para avisar que alguien había entrado.
No sé cómo pasó, pero un domingo, al entrar, no sonó. Mi amigo, en forma impulsiva, agarró un “cacho” relleno con una pasta blanca, delicioso y provocador, y con aquel pecadito entre sus manos salió de inmediato.
Con el pasar de los años, he pensado muchas veces que aquello fue una inocente travesura de carajillo, sin medir consecuencias.
Lo cierto es que al salir mi amigo por la puerta, activó el timbre y salió raudo el pastelero, quien estaba adentro. Después supe que su nombre era Dorkota.
Yo no tuve capacidad de reacción ante ese evento y, al verme, el señor me tomó bien fuerte de la mano, mientras gritaba a todo pulmón, “Polecía, polecía, me han robado, polecía”, auxilio, polecía”, sin soltarme para que yo no pudiera escapar.
En aquel entonces sí había policías en las esquinas y uno de ellos, ante semejantes gritos, se apersonó a la pastelería. Puso una de sus manos encima de mi hombro, como diciendo: “usted está detenido”, mientras el pastelero seguía vociferando que le habían robado y que yo debía pagar lo que le debía. Todavía creo que él nunca supo qué pieza fue la que mi amigo había tomado.
Sin soltarme, el policía procedió a interrogarme. Le insistí en que yo no había cogido nada, que era “otro chiquillo” el que tomó algo de la bandeja y había salido corriendo.
A la pregunta de si yo lo conocía, mi respuesta fue una doble mentira: contesté que no, que lo había conocido en misa ese día y que, como supuestamente vivíamos cerca, nos vinimos caminando juntos; yo había decidido comprar algo en la pastelería y “ese chiquillo” de pronto tomó un pastel y salió corriendo.
Creo que no lo convencí y por eso me dijo: “Lo voy acompañar a su casa”. Me preguntó adónde vivía y le dije que por plaza Víquez (otra mentirilla). Se vino caminando conmigo y me interrogaba constantemente. Luego, comenzó a dejar cierta distancia entre los dos, probablemente para ver qué iba a hacer yo. En determinado momento, al llegar a una esquina, salí corriendo a todo lo que me daban las piernas y en cada esquina cambiaba de dirección. Sin saber si había dejado al policía perdido, llegué a mi casa a refugiarme.
Poco tiempo después, entre risas y reclamos, mi amigo Nancho y yo conversamos del mal momento que me hizo pasar, la congoja, el susto y demás emociones que experimenté.
Nuestra amistad nunca cambió. Se fortaleció con el tiempo. Y el tiempo fue testigo de cómo Nancho, en una ocasión, en un acto lleno de reflejos, literalmente me salvó la vida.
Soy padrino de uno de sus hijos. Él falleció hace varios años, pero el recuerdo de nuestra amistad perdurará en mí y comparto esta anécdota a su memoria.
Nota final: en aquellos tiempos, la figura del policía era muy respetada y los asuntos religiosos eran fuertemente inculcados.
Así, este mocoso se vio de repente enfrentado a un conflicto interno: moral, religioso y legal. El temor fue realmente intenso... ¡oh, Nancho más embarcador!
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José Luis Vargas Chacón es microbiólogo pensionado.