Mientras las potencias globales se agrupan en bloques económicos y políticos, Iberoamérica permanece fragmentada, atada aún a visiones parciales de su historia compartida. Pero lo cierto es que Hispanoamérica y España tienen en común una base lingüística, jurídica y cultural que puede convertirse en una fuerza global si se articula con estrategia. Hablo desde una doble ciudadanía –costarricense y española– que representa justamente esa intersección de mundos y esa posibilidad de integración real.
Durante casi 400 años, los pueblos hispanoamericanos compartieron estructuras políticas, religiosas, jurídicas y culturales con la monarquía hispánica. No lo hicieron como colonias pasivas, sino como parte de un proyecto común, aunque desigual, que dejó una huella profunda en nuestra identidad.
Para construir un futuro compartido, es necesario también comprender el pasado con precisión y madurez histórica. A menudo se dice que “España nos conquistó”, pero eso no es del todo exacto. Cuando Cristóbal Colón llegó a América en 1492, España, como Estado unificado, aún no existía. La expansión hacia el “Nuevo Mundo” fue una empresa de la Corona de Castilla, y durante siglos, lo que hoy llamamos España era en realidad una confederación de reinos que compartían un monarca pero no leyes, instituciones ni administración común.
La palabra “España” proviene del latín Hispania, y durante siglos se habló de “las Españas”, en plural. La unidad comenzó con una unión dinástica entre Castilla y Aragón tras el matrimonio de los Reyes Católicos, y se reforzó con su nieto, Carlos I, quien fue el primero en gobernar simultáneamente los grandes territorios peninsulares y americanos.
Aun así, la centralización del Estado español ocurrió hasta el siglo XVIII, con los Decretos de Nueva Planta de Felipe V, que suprimieron la autonomía de la Corona de Aragón e impusieron un sistema uniforme basado en el modelo castellano. Es solo entonces, tras más de 200 años de integración territorial y cultural, que puede hablarse formalmente del “reino de España” como entidad política unificada.

Para entonces, ya llevábamos más de 200 años siendo súbditos de una misma monarquía hispánica, en la que los nacidos en América eran legalmente tan castellanos como los nacidos en Toledo o Burgos. No existía una distinción jurídica entre un súbdito peninsular y uno nacido en el virreinato de Nueva España.
Un habitante de lo que hoy es Costa Rica, por ejemplo –aunque esa entidad nacional aún no existía– era considerado un castellano más. Todos eran súbditos del mismo rey y estaban sometidos a las mismas estructuras institucionales generales, aunque con diferencias locales según las costumbres y leyes de Indias.
Aunque el Imperio español era centralizado en cuanto a soberanía (todo respondía al mismo rey), su gobierno era flexible y territorialmente adaptado, lo que permitía integrar grandes extensiones de tierra y poblaciones diversas bajo un solo sistema monárquico.
Inclusive el término “Latinoamérica” no nació en América ni en España, sino en Francia en el siglo XIX, como parte de una estrategia geopolítica. Fue acuñado por pensadores para justificar una supuesta afinidad cultural entre Francia y los pueblos americanos de lengua “latina” y diluir la herencia hispánica.
Reconocer esta historia no es caer en la nostalgia ni negar las sombras del pasado. Es entender que América y España compartieron más que una conquista: compartieron estructuras políticas, derecho, lengua, religión, educación y visión del mundo. Y que esa raíz común tan profunda y extendida puede convertirse en una plataforma poderosa de cooperación en el presente.
Porque, si algo necesita el mundo hoy, son bloques regionales inteligentes. Bloques que hablen el mismo idioma, que compartan marcos legales similares, que se entiendan culturalmente. En eso, tenemos una ventaja comparativa real frente a otras regiones del planeta, máxime que hay casi 500 millones de ciudadanos de habla hispana.
No se trata de romanticismos ni de discursos simbólicos. Lo que propongo es una integración pragmática, basada en alianzas económicas estratégicas entre iberoamericanos con España: en un intercambio académico, tecnológico y científico estructurado, en la negociación comercial como bloque frente a potencias globales, en una movilidad laboral regulada y solidaria, y en la creación de espacios comunes de innovación, inversión y digitalización. La generación de puentes de talento y diversidad para una Europa que busca renovarse.
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Francisco Javier Mesalles Ramírez es abogado.