
En los actos públicos, mitines, inauguraciones y celebraciones institucionales, hay un elemento imposible de predecir y aún más difícil de controlar: la reacción ciudadana. Entre aplausos más o menos espontáneos surge también su contrapunto natural, el abucheo.
Ese sonido que muchos califican de molesto, irreverente o incluso irrespetuoso es, en realidad, un instrumento de expresión política tan legítimo como cualquier otro. Incómodo para el presidente, sí, pero igualmente democrático.
La democracia no se alimenta solo en las urnas, sino también de voces. La ciudadanía vota cada cierto tiempo, pero opina todos los días. Y el abucheo, como gesto colectivo, es una forma de opinión pública inmediata.
Es la expresión directa de un desacuerdo sin intermediarios, sin notas de prensa y sin discursos preparados. Representa el impulso popular de reclamar atención y exigir responsabilidades a quienes ejercen el poder. En una democracia madura, esa interpelación social no debería temerse, sino ser comprendida.
Para algunos dirigentes, como el presidente, los abucheos son una falta de respeto intolerable, una grieta en el protocolo o un acto de hostilidad hacia la institucionalidad. Sin embargo, la historia demuestra que donde hay libertad, hay ruido. Solo en contextos autoritarios y represivos, el silencio suele ser obligatorio.
En cambio, en las sociedades abiertas, el desacuerdo se manifiesta con libertad, aunque no siempre les guste a todos. Que una población pueda abuchear a sus representantes es, en esencia, una prueba de que puede expresarse sin miedo.
No todo abucheo, claro está, tiene el mismo significado. Algunos son espontáneos, fruto de un malestar acumulado o de una reacción a una acción concreta del gobernante. También los hay simbólicos, como forma de resistencia pacífica. Lo importante es no confundir el gesto con un ataque a la democracia; en muchos casos, es precisamente su consecuencia. Cuando una parte de la población siente frustración o desconfianza, lo manifiesta en el espacio público.
La democracia es un sistema que, por definición, admite la convivencia de comportamientos expresivos muy distintos, algunos en tono elegante y otros abruptos. Su fortaleza no radica en ocultar el conflicto, sino en canalizarlo.
El principal problema es que ha sido el mismo presidente de la República quien viene rompiendo todas las reglas desde hace cuatro años, y no ha demostrado respeto para nada ni para nadie. Él rasgó todas las reglas del protocolo y ahora se escandaliza por un abucheo, hasta llegar a invocar a la Fuerza Pública para que lo defendiera y a la Constitución Política para que lo abrigara, esa que muchas veces no acató.
Es cierto que el abucheo puede incomodar. Puede interrumpir discursos o tensar ambientes. Pero también obliga a los dirigentes a escuchar algo más que aplausos. Recordar que no todo es apoyo, que la política no se vive solo desde los despachos. Ignorar estos gestos es ignorar una parte del sentir ciudadano. Demonizarlos es aún peor, pues implica deslegitimar una forma básica de participación no institucional.
A pesar de ello, prohibir o reprimir los abucheos no es el camino. La democracia tiene mecanismos de sobra para gestionar el desacuerdo sin silenciarlo. La mejor respuesta institucional no es censurar, sino dialogar; no es castigar, sino interpretar por qué surge esa protesta. En una sociedad plural, escuchar es tan importante como hablar. En nuestro país no está tipificado como delito, ni siquiera como una contravención, o sea está permitido.
El abucheo, en su aparente simpleza, revela tensiones, expectativas, frustraciones y esperanzas. Es un termómetro social que indica la temperatura del descontento. Puede ser molesto, puede ser ruidoso, pero también es un recordatorio permanente de que la ciudadanía tiene voz, y que esa voz no siempre suena armoniosa. Estar en el poder significa asumir tanto los aplausos como las críticas.
En definitiva, abuchear es un acto democrático en la medida en que expresa la libertad de disentir. No sustituye el debate, pero lo complementa; no reemplaza a las instituciones, pero las vigila; no destruye la convivencia, pero la cuestiona cuando es necesario. La democracia se construye no solo con consenso, sino también con disenso.
El silencio absoluto puede parecer ordenado, pero rara vez es libre. El ruido, en cambio, suele ser la señal inequívoca de que la ciudadanía está viva, atenta y dispuesta a participar, incluso cuando lo hace de la forma más incómoda posible. Los artículos 28, 29 y 30 de nuestra Constitución Política nos cubren y nos protegen de la tiranía.
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Yolanda Bertozzi es abogada y activista.
