Los jerarcas nacionales de la Iglesia Católica se ha opuesto tenazmente a cualquier iniciativa para reformar el artículo 75 de la Constitución Política con el objeto de eliminar la confesionalidad del Estado e instaurar uno laico.
Recientemente, al anunciar que el Vaticano reconoce como milagrosa la curación de una costarricense gracias a la intercesión de Juan Pablo II, el Arzobispo de San José, Hugo Barrantes, afirmó que “este milagro es una señal contra el Estado laicista…” y que ellos no pueden permitir que se saque a Dios de la Constitución.
Esta radical posición de monseñor Barrantes, compartida por sus colegas obispos, se debe a que consideran que las iniciativas de reforma constitucional que en ese sentido se han presentado a la corriente legislativa son una afrenta contra la Iglesia Católica ya que, según ellos, lo que pretenden es establecer un Estado “laicista”, término cuyo concepto es el de hostilidad contra la religión, atribuyéndole así aviesas intenciones a quienes promueven y apoyan la reforma.
Esta específica distinción haría suponer entonces que los señores obispos podrían estar de acuerdo con un Estado laico en el que prime el concepto de “laicidad”, es decir, en el que la relación entre Iglesia y Estado sea de independencia, autonomía y mutuo respeto.
Pero esta posibilidad pierde fuerza y se difumina cuando observamos que para ellos ha sido más importante quién o quienes formulan la propuesta que el texto de la misma, y ha tenido mayor relevancia la consideración de supuestas intenciones de los proponentes que la claridad de redacción del proyecto.
Además, la duda surge también porque no les hemos escuchado una manifestación contundente a favor de la “laicidad” del Estado, tal y como la concibe la Iglesia Católica desde el Concilio Vaticano II, en el que se favorece la “autonomía de las realidades temporales” ( Gaudium et spes ).
No les hemos oído expresar tampoco su acuerdo con la “laicidad positiva” que ha sido defendida y promovida en forma reiterativa y con toda propiedad por el papa emérito Benedicto XVI, al afirmar que “es propia de la estructura fundamental del cristianismo la distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios, esto es, entre el Estado y la Iglesia…”( Deus caritas est ), o al decir que “la laicidad, de por sí, no está en contradicción con la fe” y que “la religión y la fe no están en la esfera política, sino en otra esfera de la realidad humana”.
No les conocemos un gesto de apertura que indique la aceptación de que “la convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad”, como lo aseguró Su Santidad Francisco en un reciente encuentro con la clase dirigente de Brasil.
En lugar de combatir los inciertos fantasmas del “laicismo”, los prelados católicos costarricenses deberían apoyar –al igual que la mayoría de los costarricenses– la reforma constitucional que concrete la “laicidad” de nuestro Estado.
Sería más congruente con la posición de la Santa Sede y las prédicas de los papas Ratzinger y Bergoglio si utilizaran su indiscutible influencia en la Asamblea Legislativa para lograr la aprobación de un texto del artículo 75 de la C.P. que garantice esa “laicidad positiva” y no para frenar y desechar los proyectos, como hasta ahora lo han hecho.
Y es que su conservadora, temerosa y obstinada actitud opuesta a una reforma que establezca constitucionalmente la no confesionalidad del Estado es totalmente absurda e injustificable, solamente inteligible en el deseo de querer conservar los privilegios que les proporciona el statu quo que, quiérase o no, son discriminatorios.