
En una democracia sólida, el poder no se ejerce para imponer ni para provocar simpatías forzadas: se ejerce con responsabilidad, con límites claros y, sobre todo, con profundo respeto hacia quienes más protección merecen. Por eso, lo ocurrido recientemente en Guanacaste, durante una actividad pública en la que una niña se acercó al presidente de la República y recibió un comentario que, más que gracioso, resultó perturbador, nos obliga a una reflexión seria como país.
La frase “Regálemela y se la devuelvo cuando se gradúe de la universidad”, pronunciada por la figura más poderosa del Estado costarricense, no puede relativizarse como un simple chascarrillo. No cuando esa frase coloca a una niña en el centro de una escena que vulnera su dignidad. No cuando refuerza patrones de poder y dominio que hemos tratado, con esfuerzo, de desmontar desde hace décadas.
No se trata de juzgar una intención, sino de señalar un impacto. Las personas adultas –especialmente quienes ostentan poder político— deben tener plena conciencia de que su lenguaje no es neutral: educa, normaliza y legitima. Y cuando ese lenguaje transgrede límites con la niñez, deja una huella que no siempre es visible pero sí profunda.
Como diputada, como madre y como ciudadana comprometida con la defensa de los derechos de las niñas y los niños, no puedo callar ante un acto que banaliza el respeto que le debemos a la infancia. Este no es un tema de susceptibilidades personales; es un tema de estándares públicos. En Costa Rica hemos construido instituciones como el Patronato Nacional de la Infancia y hemos ratificado convenios internacionales que nos obligan a proteger de forma integral a la niñez. No podemos permitir que desde el poder se debiliten esos compromisos con actitudes o palabras que los contradicen.
Desde la Asamblea Legislativa he promovido una agenda activa de protección a la niñez. Un ejemplo concreto es la Ley N.º 10476, que refuerza los mecanismos de prevención y sanción del abuso infantil. No se trata solo de legislar, sino de predicar con el ejemplo, de mostrar que desde los más altos cargos públicos también debe haber coherencia entre lo que se defiende y lo que se comunica.
Este episodio debe servirnos como país para cuestionar lo que permitimos y lo que decidimos normalizar. Porque cuando una niña es expuesta públicamente sin protección ni cuidado, no solo se vulnera su bienestar; se erosiona la fibra moral de nuestro sistema democrático.
Proteger a la niñez no es un gesto opcional ni una causa de ocasión. Es una obligación constitucional, ética y humana. El poder debe cuidar, no “incomodar”. Y el respeto no debe negociarse jamás, especialmente cuando se trata de nuestras niñas y niños.
Montserrat.ruiz@asamblea.go.cr
Montserrat Ruiz Guevara es diputada de la República.