“A mis amigos, justicia; a mis enemigos, la ley”. Esta frase, atribuida a Benito Juárez, no apela al castigo, sino a la esencia del Estado de derecho: el poder está sujeto a la ley y no por encima de ella. Esa afirmación resume la ética republicana: la ley como límite al poder, no como su instrumento.
En Costa Rica, ese principio se pone a prueba cuando las autoridades de gobierno, en lugar de guardar neutralidad, intervienen abiertamente en la campaña electoral para favorecer al partido oficialista. El artículo 95 de la Constitución no deja espacio a dudas: los funcionarios públicos deben actuar con neutralidad política, garantizando la libertad e igualdad del sufragio.
El Tribunal Supremo de Elecciones ha sostenido que la libertad de sufragio supone el derecho del ciudadano a formar y expresar su voluntad sin presiones ni influencias indebidas, especialmente provenientes del aparato estatal. Cuando los jerarcas usan los recursos o la autoridad del Estado para incidir en el voto, la libertad se convierte en apariencia y la competencia política deja de ser equitativa.
La jurisprudencia electoral también ha enfatizado en que la igualdad en la contienda es parte del derecho fundamental de participación política. Si el poder se inclina hacia un candidato, la elección deja de ser un acto democrático y se transforma en una prolongación de la clase gobernante.
El deber de abstención no es un consejo ético, sino un mandato jurídico que protege la pureza del sufragio. El TSE ha recordado reiteradamente que los funcionarios están obligados a abstenerse de hacer campaña desde el poder, no para silenciarlos, sino para preservar la confianza en las instituciones.
La advertencia atribuida a Juárez sigue vigente: “A mis enemigos, la ley” no es venganza, sino igualdad jurídica ante el poder. El gobernante republicano se mide por su respeto a la ley, incluso cuando esta limita su protagonismo.
La neutralidad política no es un capricho, sino la condición que permite que el pueblo conserve el control del poder. Cuando el Estado se pone al servicio de un partido, la democracia se degrada y el poder deja de ser servicio para convertirse en dominación.
En nuestra historia, el Tribunal Supremo de Elecciones ha sido la muralla que resguarda la pureza del voto y la paz civil. Esa independencia debe ser respetada, porque cuando la ley se somete al poder, la república se pierde.
Solo la ley, imparcial, igual y firme, puede salvar a la democracia de sus propios gobernantes.
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Ferdinand von Herold es abogado.