
INBioparque. Ese era mi paraíso, el hermoso rincón de flora y fauna que me ayudaba a reencontrarme con mi esencia y recuperar la paz cada fin de semana, donde lo sustancial le ganaba la partida a lo superficial.
Sí, era el Edén en el que caminaba a mi ritmo por entre senderos, respiraba lento en sus bosques, observaba con atención venados y osos perezosos, reparaba en los sonidos de la hojarasca y la lluvia, percibía los aromas de las flores y la huerta, palpaba las texturas de las hojas, me regalaba una dosis de silencio y sonreía.
Allí no había frutos prohibidos que impidieran sentirse a gusto ni serpientes con segundas intenciones que atentaran contra la armonía. Cierto, había boas, corales, cascabeles, terciopelos, bocaracás, bejuquillas y otras, pero ninguna inoculaba el veneno de la intriga y la cizaña, lo cual es mucho decir en un mundo donde el lenguaje de la violencia está de moda.
En ese terreno de cinco hectáreas enclavado en Santo Domingo de Heredia, me enfocaba de nuevo en lo importante, lo vital.
Como Adán y Eva en el huerto del Génesis, allí estaba desnudo, libre de los trajes de la rutina, las corbatas de las apariencias y el calzado del corre-corre cotidiano.
“Los árboles son buenos para nuestra alma. Cuando pasas tiempo en el bosque y oyes cantar a los pájaros, te sientes bien interiormente”, dice el Dalái Lama en su libro De corazón a corazón.
Ese era mi paraíso. Todos necesitamos un espacio donde lo natural, la flora y la fauna, nos permitan hacer una pausa, meditar, calmarnos.
Contrario a Adán y Eva, yo no era inquilino de ese otro paraíso que abrió sus puertas en febrero del año 2000, como una extensión didáctica y recreativa del Instituto Nacional de Biodiversidad (INBio). Me limitaba a visitarlo cada sábado y domingo, pues había comprado un pase anual que me daba derecho a ingresar en ese vergel cualquier día del año.
Eso sí, tenía que acatar las horas de ingreso y salida. Así son los paraísos modernos: tienen horarios y, en lugar de querubines como los del Edén bíblico, empleados y funcionarios. ¡Qué le vamos a hacer si desde la creación del mundo no existen los paraísos perfectos!
¡Cuántas suelas habré gastado caminando cada fin de semana por los senderos de cemento que atravesaban distintas versiones de bosques: tropical húmedo, tropical seco y el que poseía flora propia del Valle Central!
La de millas caminata que habré acumulado recorriendo el mariposario, peregrinando por el serpentario, andando a paso lento por las estaciones de arañas y de ranas.
No tengo la menor idea del total de vueltas que di alrededor del lago observando caimanes, peces y aves acuáticas.
Allí no había, como en el huerto del Génesis, una espada encendida que se revolvía por todos lados, pero sí varios percoladores que me permitieron sentarme a saborear un delicioso café mientras escuchaba el canto de una cascada o el concierto que tenía lugar en el anfiteatro.
Fueron muchas las tardes en que compartí con un pájaro bobo la repostería con que acompañaba mi café. El pájaro volaba desde el bosque hasta una de las sillas de mi mesa y esperaba a que yo le pusiera algunos trozos de pan que devoraba con toda tranquilidad, seguro de que nadie le haría daño.
Yo también me sentía confiado en ese lugar donde había una granja, una huerta de plantas medicinales, un laberinto hecho con arbustos, una hermosa exposición de las cordilleras de Costa Rica, y en donde se realizaban interesantes ferias y exposiciones científicas, gastronómicas, caninas y muchos etcéteras más.
INBioparque. Ese era mi paraíso, del cual me expulsaron en diciembre de 2015, cuando el parque cerró sus puertas debido a problemas financieros.
Desde hace varios años, escucho y leo versiones acerca de una posible reapertura del parque debido a una alianza entre el Sistema Nacional de Áreas de Conservación (Sinac), del Ministerio de Ambiente y Energía, actual propietario del terreno de cinco hectáreas, y la Municipalidad de Santo Domingo de Heredia. Sin embargo, al igual que santo Tomás, ver para creer.
Sería maravilloso recuperar el paraíso perdido, pues todos necesitamos un Edén, aunque sea pequeño.
José David Guevara Muñoz es periodista.
