Madrid. Bill Clinton llegará a Madrid a las dos de la madrugada del día 3 de diciembre y pocas horas más tarde, como una centella, seguirá rumbo a otro destino más hospitalario. En ese breve período compartirá, naturalmente, con el rey de España -por quien se dice que siente una genuina simpatía-, y saludará protocolarmente a Felipe González, quien, en cambio, no goza de demasiado aprecio en Estados Unidos ni entre los demócratas ni entre los republicanos. De ahí la prisa por abandonar rápidamente el suelo ibérico. Es territorio apache.
La excusa, por supuesto, será la de "la apretada agenda" del Presidente. No es cierto. A Irlanda se le dedican cuatro días y a España sólo cuatro horas. Clinton tiene tiempo hasta para tocar el saxofón en todos los MacDonald de Madrid. La verdad profunda es que a González se le percibe en Estados Unidos -y la cita se la oí a un influyente legislador demócrata vinculado a la política exterior- como el "último tercermundista que queda en Europa". No es un aliado fiable. Se le ve como un político errático, impredecible, poco serio, más cerca de la trampa y del doble juego que de la coherencia.
Y la causa fundamental de esta pésima imagen es Cuba. Con su constante apoyo a Castro -en contradicción con las recomendaciones de los propios diplomáticos españoles radicados en La Habana-, González pone en aprietos a la administración norteamericana y le aporta municiones a la derecha republicana a un año apenas de la batalla electoral. Y eso no se perdona.
-No entendemos -quien me habla es el legislador de marras- por qué el socialista Marín, en Bruselas, se dedica en la Unión Europea a tratar de forjar una alianza contra nosotros en el tema del embargo a la última dictadura que queda en América, mientras el canciller Solana, en Bariloche, hizo lo mismo con todos los países iberoamericanos, al tiempo que la delegación española ante la ONU cabildeaba en favor de las posiciones castristas. Es como si toda la diplomacia española estuviera al servicio de Castro, empeñada en tratar de humillarnos.
Y luego sigue, indignado, con argumentos difícilmente rebatibles: -No es Estados Unidos, sino Cuba, el país que les confiscó sus propiedades a decenas de miles de emigrantes españoles radicados en esa Isla. Es el gobierno de Castro, y no el de Bill Clinton, el que ha adiestrado etarras y el que, en el pasado, ha tratado de desestabilizar a España. Es el gobierno de Cuba, y no el nuestro, el que le debe y no le paga más de mil millones de dólares a la sociedad española. Se supone que González representa a una democracia amiga, aliada en la OTAN, junto a la cual nuestros soldados pueden morir codo con codo defendiendo los mismos ideales, mientras Castro encarna exactamente los valores contrarios. Y toda esta labor de apoyo a la dictadura, la realiza Felipe González a pesar de que Castro viene a Estados Unidos y declara, con una franqueza brutal, que no está dispuesto a celebrar elecciones libres, y que tiene, efectivamente, cientos de presos políticos en las cárceles, algunos de ellos de origen español, a los que no piensa liberar. Yo puedo entender, aunque deploro, que González sea antiamericano, pero lo que no me cabe en la cabeza es que sea antiespañol.
Es exactamente eso lo que exaspera a los norteamericanos: las incongruencias de Felipe González en el conflicto cubano. Era perfectamente razonable que España, como Inglaterra o Alemania, discrepara de Estados Unidos en el tema del embargo -por razones comerciales absolutamente comprensibles-, pero lo que resultaba inaudito era la intensa dedicación del grueso de la diplomacia española a tratar de complacer al dictador cubano, ignorando la delicada situación de unos aliados políticos que tienen la democrática obligación de tomar en cuenta los intereses de dos millones de personas de origen cubano que viven, pagan sus impuestos, votan y -sobre todo- eligen candidatos en el país de adopción.
¿Por qué lo hace Felipe González? El legislador demócrata -uno de los más cultos que he tratado, cabeza importante de la intelligentsia liberal, y el único al que le he visto libros de españoles y latinoamericanos en su biblioteca- tiene tres hipótesis: la primera es que González está marcado por los revoltosos orígenes de la "generación del 68". Aquella idiota y destructiva manera de entender los conflictos sociales, lastrada por el marxismo, el antiamericanismo y por la complacencia cínica ante las tiranías del Tercer Mundo, inadvertidamente puede haber dejado una huella profunda en la conciencia del político andaluz. Como la malaria, que también se coge en tierras pobres del trópico, cada cierto tiempo, de repente, brotan las calenturas. Castro es eso: el último ramalazo que le queda de su juventud radical. La última calentura.
La segunda explicación es menos compleja. Se trata del servicio prestado a un amiguete dentro de la triste tradición del compadreo político iberoamericano, cultura en la que el poder se ejerce mediante gestos arbitrarios con los que se favorece al compinche, sin tener en cuenta los intereses de la nación que se representa. Algo que González aprendió del propio Castro, de Carlos Andrés Pérez, de Torrijos. ¿Para qué son los amigos si no es para echarles una mano a costa de lo que sea? ¿Qué es eso de "los intereses de España"? Un "cuate es siempre un cuate" como seguramente alguna vez le oyó decir a Salinas de Gortari.
La tercera hipótesis es la más triste: corrupción pura y dura. Si fuera cierta, González favorecería a Castro porque La Habana es un lavadero de dinero para el partido en el gobierno, lo que, en cierta forma, colocaría al presidente español en las manos de su socio caribeño. González, en ese asqueante escenario, sería un cómplice benefactor, pero también sería un prisionero. Cada crédito concedido habría tenido un intermediario socialista, o del entorno socialista, que se habría beneficiado por medio de comisiones, inflados estudios de factibilidad y facturas fantasmas giradas por servicios nunca prestados. Hace unos años esas sospechas hubieran sido atribuidas al rencor político, pero a la luz de la podredumbre últimamente destapada, no es descartable que la extraña conducta de González tuviera ese vil origen. Cosas peores se han visto en esta España a la que Clinton llega corriendo de noche y se va de prisa cuando rompe el día. Es territorio apache.
(Firmas Press)