Estar de moda, no estar de moda: he ahí la cuestión. Aberrante, sí, como lo es toda forma de totalitarismo, y el de la moda es uno de los más insidiosos jamás instituidos. Porque nuestra sociedad –esta que nos ha tocado en suerte heredar, pero que se viene fraguando desde fines de la Edad Media– le impone al hombre la adhesión a la moda como condición misma de la felicidad. Estar a la moda significa estar in, desafiar sus preceptos equivale a quedar out.
Adentro o afuera, interioridad o exterioridad: tales son las opciones. Lenguaje profundamente sexualizado. Quien está a la moda goza de aceptación dentro del cuerpo social, es poseedor de un salvoconducto para pasar adelante. Quien está out hace las veces de impotente social, es el que por definición se queda afuera, el excluido, el proscrito.
Estar in significa tener carta de residencia en ese cuerpo social que nos acoge y gratifica si sabemos ser aquiescentes a sus ideológicos mandatos. Estar out significa quedarse ad portas, derivar hacia los márgenes de la sociedad, tener vedado el acceso al templo. Ahora bien, la noción misma de cuerpo social nos remite –en el imaginario patriarcal de Occidente– al cuerpo de la mujer. Según tal concepción, todo cuerpo es mujer, y la mujer no es otra cosa que cuerpo. Entre cuerpo y mujer existe una relación de sinonimia. El hombre, en cambio –¡oh, gloria de las civilizaciones!– es espíritu puro, soberanía de la razón, el esplendor mismo de la res cogitans
Oposición binaria. Ya lo dijo alguna vez Kant –quien sobre la mujer sabía tanto como sé yo sobre alcachofas–: “La mujer es bella, el hombre es sublime”. Es decir, el cuerpo (la materia, la madre, la mater) es bello; el espíritu (el logos sagrado del padre) es sublime. De la clásica oposición binaria mujer-cuerpo/hombre-espíritu se desprende que, toda vez que el cuerpo haga las veces de metáfora –el cuerpo social, el cuerpo del saber, el cuerpo de la Iglesia, el concepto de corporación–, la mujer queda implícitamente aludida. Y es en esta imagen de la sociedad-cuerpo, ofreciéndose al buen ciudadano como amante lúbrica o como inagotable ubre, donde cobra todo su simbólico valor la noción del estar in o out.
El individuo que está “a la moda” es precisamente aquel que logra penetrar ese cuerpo y alojarse en él cual un soberano tomando posesión de sus predios. ¿No se reduce todo, en la saga del macho de la especie humana, a la endémica voluntad de penetración? “El producto X tiene más penetración en el mercado que el producto Y”; “A Saprissa le faltó penetración”; “Penetraremos ahora en el enigmático mundo de este gran cineasta”; “El análisis de Fulano es mucho más penetrante que el de Mengano”; “Armado de su letal rayo láser, James Bond penetró en la guarida del villano”; “El fenómeno de la globalización está ligado al enorme poder de penetración de la cultura americana”. Y así podríamos seguir, penetrando cada vez más en este fascinante tema (¡perdón: ya se me salió a mí también el grito guerrero de la tribu!).
Así pues, el cuerpo social deviene jardín de las delicias o páramo glacial, hospitalaria amante o Gorgona, según el poder de cada individuo para entrar e instalarse a sus anchas en él. El individuo in es habitante de ese cuerpo, es bienvenido en su tibia entraña. El individuo out vive en el rechazo más o menos manifiesto, encarna una forma de flaccidez, contra la cual no hay Viagra que valga. Biologismo puro, sí, y del más grosero. Nadie quiere hacer las veces del espermatozoide que se quedó varado de camino. Todos queremos entrar, alojarnos en el óvulo y hacernos uno con él. Ser acogidos y aceptados (¡he ahí la palabra clave!) De alguna manera, estar out equivale a disfuncionalidad, a animalito valetudinario excluido de la gran sinfonía de la vida.
Llegar al mar. Estar a la moda es también una especie de tiquete hacia la perpetuación y una estrategia de supervivencia: la tortuguita recién nacida que, después de salvar incontables obstáculos, llega por fin al mar, la definitiva inserción en un sistema que nos garantiza, por poco que acatemos sus lineamientos, el éxito y la seguridad.
La afirmación “estoy a la moda” puede ser traducida, en última instancia, de la siguiente manera: “Pertenezco al clan de los fuertes, no soy árbol marcado por el talador, no soy una criatura amenazada de extinción. Logré saltar a bordo del barco que ya iza velas: reconózcanme, apláudanme”.
Y sin embargo, ¡ya veremos quien se hunde primero! Por un lado, la multitud a bordo del barquito de la moda, derivando sin brújula ni timonel a capricho de la corriente. Por el otro, el individuo confinado a su islote, aislado quizás, pero no solitario. Porque la verdadera soledad es la del hombre adocenado, aquel que se cree acompañado al verse avanzar al ritmo del rebaño.
Si para ser aceptado en sociedad debe un hombre dedicarse a berrear en coro y al unísono con cien millones de cretinos, déjenlo antes bien ser disonancia, náufrago, apátrida... y todo lo que ustedes quieran.