El vocabulario de los dirigentes sindicales y de algunos políticos abunda en invocaciones a la patria, en apelaciones a la soberanía nacional y en proclamas de justicia social.
Este lenguaje se acompaña, a la vez, de la pretensión monopolística de ser los representantes de la patria, los heraldos de la soberanía y los defensores de los pobres y de “las clases más necesitadas”. No sabemos quién los ungió o quién les otorgó este mandato, mas lo cierto es que todos los demás, quienes no se han alistado en sus filas, cuestionan sus prácticas, les piden cuentas o, peor aún, poseen recursos económicos, son los enemigos del pueblo. Esta visión maniquea del país y del mundo constituye, por su sectarismo e intolerancia, la principal causa de sus desviaciones, de su espíritu clasista, de su desprecio del estado de derecho ("el Estado somos nosotros"), cuando se trata de imponer sus intereses; de su preferencia por los ultimátum y por la calle, a falta de razones, y de su temor al cambio y a la competencia, aun en el seno de sus propias agrupaciones.
Un ejercicio revelador de esta mentalidad consiste en leer las proclamas o manifiestos de ciertos dirigentes sindicales o políticos. En ellos sobresalen, con un lenguaje de barricada, las poses patrióticas y justicieras, y la elocuente ausencia de llamamientos a la solidaridad humana –no la de ellos, sino la de todos–, al trabajo en equipo, a la fraternidad, a la patria como la casa en común, al bien común y a la soberanía, no como entelequia, sino como la potenciación de los derechos y deberes –sí, de los deberes– fundamentales del pueblo.
Un pueblo soberano no es aquel manipulado por los tenores y las sopranos de la soberanía, sino aquel que, ante los embates y desafíos del interior y del exterior, sobre todo en un mundo globalizado, es capaz de generar los anticuerpos necesarios y potenciar sus propias fortalezas para aprovechar, en beneficio propio, los aportes ajenos, para preservar y enriquecer su propia identidad, sus valores y más limpias tradiciones. Es esta riqueza interior, encarnada en calidad humana, en prosperidad, en conocimientos, en valores, en sólidas instituciones, en justicia social la que nos va a salvaguardar de las acometidas internas y externas, y la que, al fin de cuentas, al aceptar el reto de la historia, nos hará menos dependientes y más dignos.
La patria y la soberanía son palabras vacías y meros artificios retóricos y encubridores sin su razón de ser: todos los seres humanos de carne y hueso que componemos esta nación, no un grupito de dirigentes sindicales improductivos o de políticos populistas, que pretenden secuestrar al Estado e imponer su voluntad. Que así lo entiendan gobernantes y diputados.