Los griegos decían: “Todo con medida es bueno y todo sin medida es malo”. El principio es discutible porque el significado del término “medida” no es preciso y queda para intuición e interpretación de cada uno. Pero es indiscutible que ha sido válido, tanto en la vida social y cotidiana, como en ciencia y técnica. Por ejemplo: está demostrado que los venenos más letales, tratados y administrados apropiadamente, sirven para evitar o revertir los daños de esos mismos venenos; las vacunas contra toda clase de enfermedades son, ni más ni menos, cantidades debilitadas y controladas de los microbios o virus que las causan; las drogas suelen tener aplicaciones médicas beneficiosas, si bien son destructivas, en términos físicos, sicológicos y sociales, cuando se abusa de ellas; todo padre y toda madre de familia saben que es necesario y conveniente castigar a sus hijos, a veces físicamente, para que aprendan a ser personas correctas y eviten castigos mayores en su vida adulta.
Entonces, ¿por qué algunas personas inteligentes, respetables y de buena fe cuestionan la legitimidad del “pau-pau”, como un método, entre otros, para educar a los niños? ¿Tendrán una idea clara del concepto? El significado de ese término popular, en español, varía desde “palmada” hasta “fajazo”; y, en inglés, desde spanking hasta strapping.
De la palmada al fajazo. El Diccionario de la Real Academia define “palmada” como golpe dado con la palma de la mano y ruido que se hace golpeando una con otra las palmas de las manos; y “fajazo”, en sentido de “correazo”, se refiere a golpe dado con una correa, tira o cinta de cuero para sujetar los pantalones. Por su parte, el Webster’s New College Dictionary define spanking como serie de golpes en el trasero con la mano abierta o un objeto plano; y “strapping se refiere a los golpes dados con una tira de material flexible como cuero. (Recuerdo muy bien estos términos en inglés por mi crianza en Bluefields).
Obviamente, el “pau-pau” tiene un amplio rango de significaciones e implicaciones, las cuales van desde expresiones puramente simbólicas hasta acciones de impacto doloroso. Y, como regla o patrón general, los padres y madres, como principales responsables por la vida de sus hijos, tienen el derecho y el deber de manejar esa gama de posibilidades a su discreción.
Más virtudes que defectos. ¿Quiénes quieren más a los hijos que sus propios padres y madres? ¿Quiénes conocen mejor su comportamiento y sus actitudes? ¿Quiénes se duermen cada noche y se despiertan cada mañana más pensando en su bienestar y su desarrollo individual? ¿Quienes están más dispuestos a sacrificarse por ellos en circunstancias de peligro y dar la cara por ellos cuando se meten en problemas? Como seres humanos, sin duda los padres y madres cometemos errores (cometimos, en el caso del abuelo que esto escribe) en la crianza de los hijos y excesos en la aplicación del “pau-pau”. Pero, sumando virtudes y restando defectos, nadie contribuye –ni puede contribuir– más a la vida de los hijos que sus madres y padres. Se equivocan gravemente quienes proponen limitar la autoridad de los padres y madres sobre sus hijos, con base en conceptos idealistas o extremos y situados, abstractamente, en el exterior de la organización familiar. La intervención de personas que no pertenecen al núcleo familiar en la crianza de los hijos no debe ser regla, sino excepción; y esto vale inclusive para abuelos y tíos, pero más aún para funcionarios públicos.
Por supuesto que no estoy defendiendo un absolutismo paterno-maternal. Y reconozco que pueden existir patologías psicosociales en las que los niños llevan la peor parte, pero deben ser diagnosticadas con rigor científico y corregidas, principalmente, mediante educación, de modo integral, sin recurrir –de buenas a primeras– a “operaciones burocráticas” superficiales, parciales e irresponsables.