La década de 1970 realmente comenzó en 1968 en París, con la revuelta estudiantil, y fue espléndida porque estuvo marcada por la belleza, creatividad, insolencia y desenfado de la juventud. A partir de ahí una ola de entusiasmo recorrió el mundo entero, y se manifestó entre nosotros con la huelga de Alcoa, el nacimiento de la Nueva Izquierda y, en general, con una revitalización de las expresiones artísticas, como la gran popularidad alcanzada por Jorge Debravo.
La Universidad de Costa Rica pasó a ser el lugar de mayor vitalidad del momento pues reunía a miles de estudiantes inquietos, buscando nuevas opciones políticas, hasta tal punto que la necesidad de tener un periódico que expresara la opinión pública del campus Rodrigo Facio se concretó en el nacimiento del semanario Universidad. En torno a este semanario se congregó un equipo brillante integrado por gente, que luego, sería célebre, como Hugo Díaz, Víctor Hugo Acuña, Alfonso Chase, Otto Apuy, Carlos Francisco Echeverría, Édgar Trigueros, tangencialmente Ana Cristina Rossi, Víctor Ramírez, Marjorie Ross, Mario Segura y el patriarca de todos, don Isaac Felipe Azofeifa, además de algunos que se me escapan y el que esto escribe, como director de la publicación.
Torrente creativo. Pude tratar muy de cerca a todos y aquilatar sus méritos, pero había uno que era diferente por ser portador, en su interior, de un torrente creativo semejante al que atormentó a Darío, García Lorca o Salvador Dalí, llevándolos a producir infatigablemente poesía, prosa, obras de teatro, pintura o música, para de alguna manera desahogar sus almas tan plenas, que de no conseguirlo terminarían en el suicidio a lo Van Gogh. Se trataba de Alfonso Chase, joven creador, con todas sus extravagancias, berrinches y majaderías, pero capaz de escribir e ilustrar las mejores informaciones periodísticas, sin abandonar su producción poética, cargada en ese momento de intención política ("En mi país la libertad de prensa se vende a siete colones la pulgada").
El paso de los años no ha hecho perder a Alfonso su capacidad creadora, quizás solamente reducir la velocidad del torbellino en que vive, para darnos obras excelentes como la novela El pavo real y la mariposa, Ed. Costa Rica, 1995, que he leído recientemente con placer. Alfonso nos hace entrar en un mundo que le es muy querido, con personajes entrañables como doña Manuelita Brenes o don Ricardo Jiménez, además de Félix Arcadio Montero, Bernardo Soto, Pacífica Fernández, monseñor Thiel, José Joaquín Rodríguez y Rafael Iglesias, para citar solo a los más destacados.
Excepcional, polifacético. Alfonso, como todos los seres excepcionales, es polifacético y uno jamás termina de conocerlo. Por ejemplo, la lectura de esta obra me ha confirmado una vieja sospecha, la de sus vinculaciones familiares con la "vieja aristocracia cartaga", donde han habido tantos personajes importantes, no exenta de célebres disidentes como el poeta Rafael Ángel Troyo o el intelectual rebelde Mario Sancho, que supieron conciliar sus voces de protesta y sus actos, muchas veces juzgados escandalosos, con una profunda pertenencia a Cartago, esa que adquieren los miembros de la clase alta porque confunden su provincia o la nación con su grupo. De ahí nace esa assurance , como se decía en su época, ese pleno dominio que tiene el gallo cuando canta en su propio patio, y que no está ausente en el creador Chase cuando está produciendo sus poemas, novelas o valiosas investigaciones históricas.
Si alguna carencia encuentro en El pavo real y la mariposa es que nos deja enjuagados y sin beber en relación con los personajes más queridos por el autor: la fascinante mujer que fue doña Manuela Brenes y Peralta, cuya extraordinaria vida está resumida al final del libro, y ese político sobresaliente, don Ricardo Jiménez, que sigue a la espera de alguien capaz de escribir su biografía desde su misma altura espiritual. Creo que Alfonso, si no lo está haciendo ya, debería emprender esta tarea con el mismo entusiasmo que le permitió escribir magistralmente sobre Joaquín García Monge y Yolanda Oreamuno.