Los ingleses se han apresurado a proclamar "el hombre del milenio". La encuesta se hizo por medio de la BBC y el personaje elegido fue William Shakespeare. Derrotó a otros dos gigantes, también británicos, naturalmente, Sir Isaac Newton y Sir Charles Darwin. Curiosamente, mientras vivió, el galardonado no pudo ostentar el tratamiento de "sir", porque su carácter de actor lo convertía en una criatura poco recomendable, no muy lejos de los tahúres y las prostitutas en la escala social. La selección se hizo con un criterio supuestamente objetivo: se trata del escritor más conocido e influyente de la historia de la literatura. Al margen de su propia obra relativamente escasa -37 comedias, tragedias y dramas históricos, más unos cuantos poemas-, el elemento que deslumbró a los encuestados fue el impacto de Shakespeare en otros creadores: se cuentan nada menos que 350 versiones de sus obras en películas, bailes clásicos y musicales.
Menuda arbitrariedad. En realidad, comparar a Shakespeare con Newton y con Darwin es absurdo. La ficción y la ciencia son dos mundos totalmente separados. Incluso, se originan en partes distintas del cerebro. El talento de este tipo de escritor radica en la capacidad que tienen para entretenernos y sacudir nuestras emociones. Lo que ellos hacen tiene siempre una carga de irracionalidad que opera en la zona lúdica de nuestra personalidad. Lo que hacen los científicos, sin embargo, es una construcción que descansa únicamente en la razón. La obra de Shakespeare sólo puede contrastarse con la de Cervantes, Moliere, Goethe, o con la de Picasso o Miguel Angel, creadores, como él, de mundos imaginarios. Newton y Darwin, por el contrario, sí son perfectamente comparables: el físico fue capaz de explicar ciertas leyes que gobiernan el movimiento y equilibrio de la materia, mientras que el naturalista dedujo sagazmente el origen y los cambios de los organismos vivos. Los dos, sin declararlo, se dedicaron a un mismo objetivo casi teológico: tratar de descifrar la verdad última de la existencia; intentar contestar quiénes somos y en qué consiste el misterio de nuestras propias vidas.
San Pablo y Mahoma. En todo caso, hasta bien avanzado el milenio que ahora termina, las personas más influyentes de la historia lo eran precisamente por razones religiosas. Si nos preguntáramos quién fue el ser humano clave en el primer milenio, tendríamos que concluir que no fue uno, sino fueron dos: el judío-cristiano Pablo de Tarso y el árabe Mahoma. Sin San Pablo, sin su infatigable capacidad de organización, sin su liderazgo personal, probablemente el cristianismo se hubiera apagado en silencio, como tantas sectas heréticas de esa época, tal vez como los enigmáticos esenios, y nuestra civilización habría tomado un curso diferente; y sin su enérgico magisterio, sin la rigurosa visión paulina de la sexualidad, tan áspera, tan poco humana, el cristianismo acaso hubiera sido otra cosa más cálida y hospitalaria. ¿De cuál otra criatura puede decirse que dejó grabada su impronta para siempre sobre la piel de la humanidad: una huella que aún se siente dos mil años después de haber sido impresa?
No muy diferente es el caso de Mahoma: su huida de la Meca en el 622, perseguido por sus enemigos, dio inicio a una cabalgata histórica que todavía no se ha agotado. ¿Qué movimiento religioso-político-cultural, exceptuado el cristianismo, ha sido tan prolongado, prolífico y decisivo como el Islam? ¿Qué personalidad histórica ha mantenido la vigencia de este profeta iluminado? Y ni siquiera se trata de una experiencia limitada a ciertos pueblos: el perfil de Occidente hubiera sido otro sin el aporte árabe en el medievo, sin la sombra enorme y constante de aquel camellero del desierto, comerciante hábil, al que el arcángel Gabriel -ese tenaz correveidile- le notificó los designios de Alá.
John Locke. Pero ¿quién, entonces, si no es Shakespeare, merecería ser calificado como "hombre del segundo milenio"? A mi juicio, quien mejor encarne lo que ha sido la esencia de la batalla intelectual, política y -a veces- militar por trasladar la autoridad a los ciudadanos, secularizando el poder y haciéndolo depender de la razón. Si los grandes hombres del primer milenio fueron los religiosos, los que impregnaron la civilización con una visión trascendente, espiritual, los grandes hombres del segundo milenio son quienes se movieron en la dirección contraria, apuntando a la supremacía de la racionalidad, relegando las cuestiones religiosas al ámbito personal y privado. Mi candidato, pues, es otro inglés, menos conocido que Shakeaspeare o Darwin, contemporáneo de Newton, pero mucho más influyente que ellos en el terreno de los cambios sociales: John Locke, el padre de la democracia y del constitucionalismo. La persona que con mayor capacidad persuasiva defendió la idea de que la sociedad debía organizarse con arreglo a principios y normas claramente consignados en textos que gobernaran las relaciones entre los seres humanos.
Claro que Locke no es, como Newton, el portentoso descubridor de una ley física, ni el portador de una intuición genial, como Darwin, sino apenas es el heredero de un corpus teórico centenario, al que previamente habían contribuido decenas de pensadores, y al que luego se incorporarían intelectuales de la talla de Montesquieu o inmensos panfletistas como Voltaire, pero es este callado profesor inglés el que con mayor vigor se apodera de la imaginación de los mejores hombres públicos de su época, y quien le abre paso a la esperanza en un pacto social basado en el respeto, la tolerancia y el Estado de Derecho. Cuando murió, en 1704, no podía imaginar que sus escritos fueran los fundamentos en los que setenta años más tarde se sustentaría la rebelión de las colonias norteamericanas contra Londres, y mucho menos que en nuestros días el modelo de sociedad que procuran reproducir todos los pueblos que han abandonado el totalitarismo es el que él comenzó a perfilar con trazo firme. Si en su lecho de muerte alguien le hubiera dicho que dentro de trescientos años lo postularían para "hombre del milenio", seguramente se hubiera sonrojado. Fue un hombre tímido. Eso también es de agradecer.
[©Firmas Press]