Hace unos meses, en Página 15, publiqué un comentario con el título "Debido proceso y dignidad". Preocupado por el exceso de formalidades procesales que hoy imperan, tanto en la Administración Pública como en el Poder Judicial, escribí que el debido proceso a pesar de ser una garantía de orden constitucional no se debía concebir como un fin en sí; más bien, debía verse como una herramienta para el establecimiento de la verdad real y la responsabilización de quienes han violentado el estado democrático y social de derecho.
En el afán de sustentar mis afirmaciones, puse atención a los valores relacionados con el orden, la seguridad y la paz, es decir, al interés general, más que a los derechos de la persona humana considerada en su dimensión individual.
Mi profesor Francisco Castillo y el licenciado Federico Campos, en esta página, con razón, me han recordado que el debido proceso constituye una garantía; un derecho fundamental. Comparto plenamente estas ideas. Así pues, con humildad reconozco que incurrí por falta de espacio en un error de omisión. Creyendo, como creo, en los derechos fundamentales, sería un absurdo dejar de lado los derechos de los procesados para buscar libremente la verdad material.
Administraciones de papel. No obstante, quisiera retomar la preocupación que expresé en el comentado artículo. Como sociedad, estamos ahogados en procedimientos y en formalismos muchas veces inútiles. Las oficinas públicas se han convertido en administraciones de papel, y los tribunales de justicia no resuelven al ritmo que demandan los tiempos actuales y la Constitución.
Quisiera, a partir de la jurisprudencia de la Sala Constitucional, formular dos precisiones: primero, las exigencias del debido proceso deben cumplirse tanto en el procedimiento administrativo sancionatorio como en el proceso penal ordinario.
Segundo, no toda infracción de las normas procesales se convierte, por sí, en una indefensión jurídico-constitucional. En efecto, salvo que se produzcan defectos absolutos, toda actividad procesal defectuosa puede ser subsanada. Más claro: solo se deberían declarar nulidades cuando se han causado verdaderos perjuicios a los procesados; atrás debe quedar la degeneración de los procedimientos, consecuencia de la sublevación del formulismo, que amenaza el principio constitucional de celeridad o el de la justicia pronta y cumplida (Voto n.° 2001-10198).
Añeja discusión. Conviene señalar que detrás de estas definiciones se oculta una discusión de vieja data, que enfrentan dos grupos de principios de naturaleza distinta; por un lado, la justicia, la prevención y el castigo de los delitos y, por el otro, el interés en la preservación de las garantías procesales de los sindicados. El juez constitucional que se inclina por la supremacía de las garantías individuales teme más al exceso de poder que a su ausencia; el juez que asume la posición contraria teme más a la anarquía que al autoritarismo.
Sin debilitar el debido proceso y los derechos fundamentales, ambas posiciones son conciliables. En tal sentido, comparto plenamente lo establecido por la Sala Constitucional: "El orden jurídico constitucional se asienta en valores que permean todo el ordenamiento jurídico y no pueden ser desconocidos sobre la base de un excesivo formalismo que lo vaciaría de contenido".