La ejecución, el pasado 13 de diciembre, en California, del condenado a muerte Stanley Tookie Williams, horas después de que el gobernador del Estado, Arnold Schwarzenegger, no le concediese clemencia final y ratificase lo resuelto por el tribunal de instancia de Los Angeles y la Suprema Corte de los EE. UU., ha desatado nuevamente el debate sobre la pena capital, la cuestión de los derechos humanos y la posibilidad de la redención personal de los ciudadanos, como no se había visto, desde hacía muchos años, en los Estados Unidos.
Williams fue sentenciado a muerte en 1981 por matar de un disparo, dos años antes, al dependiente Albert Owens, y por el asesinato de los propietarios de un motel de Los Ángeles y la hija de ambos durante un atraco, también en 1979. Una vez en prisión, Williams, que nunca reconoció ser el autor de los crímenes, renunció a la violencia, escribió libros para jóvenes advirtiendo de los peligros de unirse a las bandas y fue el centro de atención de los medios de comunicación después que sus seguidores lo propusieran para el Premio Nobel de la Paz. Ese grupo pedía que su condena a muerte fuese conmutada por la cadena perpetua para que desde la cárcel continuase con su labor social.
Schwarzenegger dejó para el último momento su decisión sobre si le concedía o no clemencia y conmutaba la pena capital por la cadena perpetua, pero finalmente se negó, alegando que, desde su punto de vista, no había arrepentimiento en la actitud de Williams. Williams, de 51 años de edad y cofundador de la banda de los Crips, fue ejecutado por medio de una inyección letal en la prisión de San Quintín, en California.
La pena de muerte está rechazada por los principales instrumentos internacionales de derechos humanos, incluido el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, del 10 de diciembre de 1966. En el continente americano se encuentra también prohibida por la Convención Americana sobre Derechos Humanos de 1969 o Pacto de San José de Costa Rica, el cual indica que la vida humana es inviolable. La base fundamental de este razonamiento, de acuerdo con la doctrina de los derechos humanos, es que el Estado no puede caer al mismo nivel del delincuente que ha juzgado y condenado (es decir, privarlo de su vida) pues, de lo contrario, pierde su legitimidad moral y jurídica. En efecto, las raíces históricas de la pena de muerte encuentran su base en sistemas de justicia premoderna, según los cuales el método de compensación (como la Ley del Talión) justificarían sancionar con la misma pena a aquellos que han cometido un delito capital. De acuerdo con el derecho moderno, el principio de racionalidad jurídica del Estado debe inhibir a este de castigar utilizando la misma sanción inherente al delito que está persiguiendo y -en su lugar- debe proveer de instituciones represivas y regenerativas del delincuente.
Adicionalmente, existe un fuerte debate generado en los últimos años en EE. UU. acerca del posible racismo en la aplicación de la pena capital. California, de hecho, tiene pendiente de aprobación una ley para frenar todas las ejecuciones hasta que concluyan las investigaciones de una comisión especial que estudia los sesgos racistas del sistema judicial. Prueba de estos sesgos es que los negros son más del 33 por ciento de todos los presos del corredor de la muerte, a pesar de que son menos del 10 por ciento de la población californiana. La pena de muerte existe actualmente en apenas 17 países del planeta y EE. UU. es uno de los pocos donde las ejecuciones son públicamente reconocidas. Un informe reciente de Amnistía Internacional denuncia que la aplicación de la pena de muerte aumentó en el 2004 y llegó hasta las 3.797 ejecuciones, doblando la cifra del 2003, año en que se registraron 1.186. El año 2005, casi por cerrar, tendrá una cifra parecida al 2004. La mayoría de esas penas se llevaron a cabo en China, con cerca de 2.500 ejecutados. Sin embargo, se trata de un país que no informa oficialmente de las ejecuciones, y cuyo número podría haber llegado a las 10.000 anuales, según denuncia la organización. La cuestión es, pues, capital para todos los países y, en particular, para aquellos que, en el marco democrático constitucional, se rigen por la doctrina de los derechos humanos.