El viernes 11 de agosto, hordas de supremacistas blancos, racistas y con vocación violenta por definición, se hicieron presentes en la ciudad universitaria de Charlottesville, en Virginia. Portaban antorchas y pancartas y agitaban garrotes en el aire. La protesta, de inconfundible estilo fascista, tomó por pretexto la inminente remoción de una estatua del general Robert E. Lee, comandante de las fuerzas de la confederación de estados esclavistas del sur durante la cruenta guerra civil estadounidense.
“Sangre y tierra”, lema de Hitler, resonó entre la multitud, también empeñada en gritar a los cuatro vientos su intención de no dejarse sustituir por los judíos. Las imágenes son espeluznantes y no permiten la menor duda del parentesco de los manifestantes con las abominables marchas de los nazis.
La violencia creció durante el sábado y el domingo. Culminó con un acto de terrorismo cuando un neonazi embistió con un automóvil a manifestantes contra el racismo. Una joven idealista, blanca y anglosajona murió a consecuencia del atropello. Hubo 19 heridos.
La Casa Blanca no estuvo siquiera cerca de la solidaridad y amor al prójimo demostrado por Heather Heyer, la víctima mortal. El presidente Donald Trump pronunció una tibia condena y, poco después, equiparó a los neonazis con los manifestantes contra el racismo para atribuir responsabilidad a “ambos bandos”. Llegó, incluso, a la ridícula mención del permiso tramitado por los supremacistas para hacer su manifestación.
Días después, la prensa preguntó al destacado escritor León Wiseltier, editor de The Atlantic, su opinión sobre lo ocurrido y la equiparación moral de “ambos bandos”. Respondió que si bien las fuerzas oscuras del racismo han estado presentes durante largo tiempo, ahora reciben el aliento de Trump y su administración.
Hay designios oscurantistas moviéndose en el subsuelo en muchas sociedades. En no pocas, las fuerzas del odio son cultivadas con fines políticos por gobernantes carentes de brújula moral, pero los odios ancestrales y el racismo se transmiten al calor de hogares con poca educación. El ejemplo hogareño y la enseñanza en escuelas, colegios y universidades son clave para asegurar un mejor futuro.
Algunos sectores del sur norteamericano, por ejemplo, preservan en la intimidad de sus hogares los resentimientos de la Guerra Civil, y no faltarán familias donde difamar a los estadounidenses de origen africano sea la norma de la revancha. Ejemplos muy similares de represión de las minorías y los grupos marginados, aunque mayoritarios, especialmente los autóctonos, existen al sur del río Bravo.
En esos países, como en Estados Unidos, la convivencia pluralista y democrática necesita un reforzamiento constante del sistema educativo y la práctica social, pero nunca estarán de más las manifestaciones de los ciudadanos con valores como los que animaron a Heather Heyer.
Una semana después de su muerte, otra marcha extremista en Boston fue silenciada por la enorme contramanifestación pacífica de ciudadanos contrarios al odio y el racismo. En ellos, Estados Unidos tiene la reserva moral necesaria para derrotar a las fuerzas de la intolerancia sin importar el dicho de las más altas instancias gubernamentales.
Tanta fuerza han demostrado las mayorías contrarias a la prédica neonazi que las estatuas conmemorativas de la rebelión esclavista de mediados del siglo XIX van camino de los museos, arrancadas de sus pedestales en las plazas públicas donde los descendientes de los esclavos no se verán obligados a soportar la humillación de su presencia.