La protección del ambiente escala con rapidez la lista de prioridades mundiales. Costa Rica, un país precursor en la materia, no debe quedarse atrás. Con un sentido de responsabilidad ejemplar, asumimos desde ahora el compromiso de conseguir, en un plazo relativamente corto, la neutralidad en emisiones de carbono. Ese objetivo y otros de gran valía exigen la adaptación de nuestras leyes y prácticas, porque los avances relativos no deben cegarnos ante los problemas pendientes de resolución.
Pero la armonía con la naturaleza es, fundamentalmente, la armonía entre la naturaleza y el desarrollo. Por eso las medidas protectoras del ambiente no pueden perder de vista las necesidades del desenvolvimiento económico. El objetivo, más bien, debe ser moldear los impulsos del desarrollo para hacerlos compatibles con las mejores prácticas ambientales. Desde esta perspectiva, el proyecto de ley tendiente a reformar varios artículos de la Ley Orgánica del Ambiente peca de exceso.
El proyecto ya fue aprobado en primer debate y se habría convertido en ley de no ser por las críticas de último minuto surgidas en el seno del parlamento. La polémica gira, fundamentalmente, en torno a las nuevas potestades concedidas al Tribunal Ambiental Administrativo (TAA), que ya no solo impondría medidas tendientes a la reparación o mitigación del daño, sino que podría decidir la aplicación de sanciones capaces de obstruir el desarrollo empresarial.
En particular, el TAA obtendría la potestad de “inhabilitar al infractor ambiental de cualesquiera permisos ambientales en faltas iguales a las sancionadas por sentencia firme, por un período de seis meses a tres años”. Una empresa dedicada, por ejemplo, al desarrollo forestal, podría tener un sinnúmero de proyectos bien administrados y otros en la mesa de planeamiento, pero su actividad general podría verse paralizada por infracciones al plan de manejo en un solo proyecto. Esa parálisis, prolongada hasta por tres años, significaría en muchos casos la quiebra.
Semejante resultado ignora el interés social en la preservación de la empresa, un principio incorporado en el derecho desde hace muchos años y cuya vigencia es más palpable, precisamente, en la legislación pertinente a la quiebra. A tenor de ese principio, el Estado interviene para proteger a la empresa de sus acreedores, intentar su rescate y, en el peor de los casos, mitigar las consecuencias de la gestión fallida.
Los diputados deben meditar si consecuencias tan extremas deben estar en manos de un tribunal administrativo y no del Poder Judicial. De aprobarse el proyecto de ley con su redacción actual, el Tribunal Ambiental Administrativo sería cada vez más tribunal y menos administrativo, por lo menos en lo relacionado con el alcance de sus resoluciones, con la agravante de que su integración no se efectúa con los mismos criterios aplicados en el Poder Judicial, donde todos los nombrados deben tener, en principio, solvencia técnica en la disciplina del derecho.
Al amparo de la reforma, el TAA tendría también la potestad de anotar las denuncias ambientales en la matrícula del Registro de Bienes Inmuebles y Muebles, con lo cual se crea el equivalente de un gravamen capaz de entorpecer, aunque no impedir, el uso de la propiedad para importantes fines propios del comercio. Esta medida, de nuevo, conspira contra la continuidad de la empresa, aunque para justificarla se invoque la necesidad de garantizar el resultado de los procesos ambientales. Lo cierto es que esos procesos no versan sobre derechos reales, inseparables del bien sobre el cual recaen, y su resultado no es necesariamente pecuniario.
El TAA desempeña una importantísima labor protectora del ambiente y su fortalecimiento debe ser visto con simpatía. Hay aspectos del proyecto dirigidos a la consecución de ese objetivo, sin las extralimitaciones criticadas. Los diputados deben considerar el próximo paso con extremo cuidado, porque los excesos pueden derrotar los buenos propósitos.