La huelga declarada por el Sindicato de Técnicos y Asistentes Administrativos de Farmacia, con propósitos salariales, el lunes y martes pasados, retrasó la entrega de medicamentos a los asegurados de varios hospitales de la Caja Costarricense del Seguro Social (CCSS). Lo que muchos consideran un triunfo o lo más normal en orden al servicio público, no es sino un abuso intolerable y un atentado contra los derechos de las personas, máxime en un campo tan sensible como la salud.
Esta ha sido una práctica corriente en las relaciones entre los habitantes y algunas instituciones públicas, por imperio de los dirigentes sindicales; mas la reiteración de estos abusos, generalmente en contra de los sectores más desprotegidos de la sociedad, no le resta el calificativo de deshumanización. Por ello, la Constitución Política prohíbe estas prácticas, que, por cierto, suelen dejar indiferentes a la Defensoría de los Habitantes y a otras entidades públicas. En esta oportunidad, se les rebajará el salario a los huelguistas, pero el mal está hecho. El principio moral fundamental de que nadie puede convertir a las personas en medio o instrumento para satisfacer sus fines u objetivos, individuales o gremiales, no importa su contenido, no tiene cabida en el sindicalismo nacional. Por el contrario, cuanto mayor es el daño posible, por el número de personas afectadas, mayor es el atractivo sindical para echar mano de estos medios ilegales.
Hacemos hincapié en estas conductas antisociales precisamente cuando, en la Asamblea Legislativa, un grupo de diputados del PAC y de otras fracciones impulsa el proyecto de ley N.° 13.475, para reformar el Código de Trabajo, no para fortalecer el decaído sindicalismo nacional y mucho menos a los trabajadores, sino para otorgarles mayores privilegios a los dirigentes sindicales, en menoscabo de las empresas del país y de las instituciones públicas. Públicos y notorios han sido, en estos años, los ataques agresivos de los dirigentes sindicales, por motivaciones ideológicas, contra el sector productivo y contra la institucionalidad, así como su oposición a los procesos de reforma.
Este proyecto, además de ser confuso e inoportuno, conspira, asimismo, contra los trabajadores solidaristas, la organización social mayoritaria del país, a cuyo fundador, don Alberto Martén, estos diputados le acaban de otorgar el benemeritazgo.
En un editorial de La Nación , del 3 de junio pasado, enumeramos los beneficios otorgados por el Estado a los dirigentes sindicales, a partir de 1982. Se trata de 13 actos, entre leyes y resoluciones judiciales, que han dotado al sindicalismo y, en particular, a los dirigentes sindicales, de toda suerte de garantías. Si no han logrado atraer a los trabajadores y, más bien, su número ha decrecido, la razón radica no en la falta de más reformas legales, sino en la incompetencia de sus dirigentes, eternizados muchos de ellos en sus cargos, al calor de los contribuyentes.
Los diputados que prohíjan este proyecto de ley deberían poner la atención en la democratización del sindicalismo nacional, para que se ventilen y renueven sus enmohecidos y herméticos liderazgos, y una nueva mentalidad presida el movimiento sindical. Sin embargo, el populismo y el anacronismo siguen prevaleciendo en algunos sectores políticos en contra del interés público.