Las comisiones aplicadas al pago con tarjeta en Costa Rica superan en mucho los porcentajes cobrados en otras naciones del continente y más allá. En nuestro país, el comerciante paga entre el 2% y el 7% del importe de la venta. En Argentina, que no es uno de los países con comisiones más bajas, la ley permite un máximo del 3%; es decir, menos de la mitad de la comisión habitual y libremente fijada por los operadores nacionales.
Y eso en el mejor de los casos, porque en Costa Rica la comisión se fija sin distinguir entre las tarjetas de crédito y las de débito. En Argentina, la comisión máxima en este último caso es de 1,5%, menos de la cuarta parte del porcentaje máximo aplicado en Costa Rica. La diferencia entre crédito y débito se justifica por la reducción del riesgo cuando el reembolso del pago plástico depende de la mera deducción de los ahorros depositados en el banco emisor. Esa sencilla norma de las finanzas, que relaciona la ganancia con el riesgo, es de aplicación casi universal, con la inexplicable excepción del dinero plástico costarricense.
L as explicaciones de la industria ante este fenómeno suenan huecas. Las tarjetas de débito en Costa Rica –dice una versión– no son sometidas a validación mediante número clave en los comercios. En consecuencia, el riesgo de fraude es semejante al de las tarjetas de crédito.
Varios argumentos hacen dudar de la tesis. El primero y más obvio es que la comodidad de las comisiones vigentes desincentiva los esfuerzos para mejorar la seguridad. Haríamos bien en proporcionar a la industria los incentivos necesarios para su mejoramiento, en lugar de trasladar, por adelantado, tanto riesgo al consumidor. Siguiendo el argumento, el incentivo idóneo es la reducción de las comisiones.
En segundo lugar, falta demostrar que el riesgo de fraude es efectivamente mayor en Costa Rica que en otras naciones, donde la comisión es más baja. Pero aún más importante sería demostrar que el riesgo de fraude con tarjetas de débito es tanto que la comisión necesaria para enfrentarlo se equipara con las operaciones de crédito. La explicación de la industria solo tendría sentido si el riesgo financiero es el mismo y eso es difícil de creer.
Por las mismas razones, es inaceptable el argumento de que ambos tipos de tarjetas son medios de pago y por tanto las comisiones deben ser iguales. Ambas son medios de pago, pero la operación subyacente es radicalmente distinta. En ese sentido, también conviene recordar que el cheque es un medio de pago y no por eso se le da trato de tarjeta.
Por otra parte, las marcas internacionales niegan la imposición de comisiones y, en palabras de una de ellas, “estos cargos son fijados por los bancos en cada país”. La verdad es que en atención al tipo de operación subyacente, en el caso de las tarjetas de débito se podría hasta pensar en un esquema de comisión fija por transacción, en vez de un porcentaje sobre el monto total de la compra, que, injustificadamente, encarece transacciones que, en el fondo, son en efectivo.
En cualquier caso, la falta de diferenciación entre tarjetas de crédito y débito es solo un aspecto del problema, una circunstancia agravante del tema de fondo, que son las altas comisiones pagadas, a fin de cuentas, por el consumidor costarricense. Esas comisiones constan de dos componentes: la comisión de intercambio, que es el porcentaje pagado a la empresa dueña de la tarjeta (banco adquiriente) y la comisión cobrada por el banco emisor de la tarjeta.
En Costa Rica, la comisión de intercambio alcanza el 1% de la compra, cuando en España, por ejemplo, va del 0,45% al 0,79% en el caso de las tarjetas de crédito y del 0,18% al 0,35% en el de las de débito. En España, los porcentajes se fijaron en un proceso de negociación entre la industria del dinero plástico y la Confederación Española de Comercio. En Costa Rica, la fijación nace de un pacto suscrito hace 15 años entre los emisores y los bancos adquirientes; es decir, un acuerdo interno de la industria.
La comisión de intercambio es una reducida porción de la comisión total, pero vale la pena revisarla porque representa el punto a partir del cual los bancos emisores fijan sus comisiones. El acuerdo, tantos años vigente, merece escrutinio de las autoridades para constatar su conformidad con las leyes de defensa del consumidor y fomento de la competencia.
En cuanto a la mayor porción de las comisiones, la que ingresa en las arcas del banco emisor, es de lamentar que la banca estatal se comporte en forma idéntica a sus competidores privados. Si los bancos del Estado dieran el ejemplo, como sería de esperar, obligarían a una reducción generalizada de las comisiones en beneficio del consumidor y de la economía nacional.