El presidente de un parlamento constituido después de una farsa electoral juramentó como presidente de su país al ganador espurio de unas elecciones fraudulentas frente a un reducido grupo de secuaces, generales, dos dictadores y delegaciones internacionales de segundo y tercer rango. Quedó así consumada la total usurpación de la voluntad popular y reinstaurada una dictadura funesta, a pesar del rechazo generalizado dentro y fuera de sus fronteras.
Fue lo que ocurrió el viernes en Venezuela, donde Nicolás Maduro, derrotado de manera contundente el 28 de julio por el opositor Edmundo González Urrutia, comenzó su tercer período consecutivo como cabeza de un régimen carcomido por la corrupción, afincado en la represión, envuelto de incompetencia y sin asomo alguno de legitimidad. Solo faltó que se le colocara una corona como monarca absoluto.
Los únicos mandatarios extranjeros presentes fueron dos personajes aún más tenebrosos: Miguel Díaz-Canel, de la carcomida dictadura cubana, y Daniel Ortega, quien hunde cada vez más a Nicaragua en el oscurantismo político, económico y social. Las demás delegaciones oficiales —pocas— estuvieron encabezadas por funcionarios de menor jerarquía. El resto de los delegados internacionales representaban organizaciones pantalla de la izquierda autoritaria, que colocan su afinidad con superados atavismos ideológicos sobre los principios de libertad y democracia.
Más allá del recinto de la Asamblea Nacional, donde se produjo la vergonzosa ceremonia, las calles de Caracas estuvieron virtualmente tomada por militares, policías y fuerzas de choque cuya misión era mantener a raya a la población e impedir que, como el jueves, se produjeran vibrantes manifestaciones de rechazo. Porque, a pesar de su retórica revolucionaria, sus promesas de justicia, sus trompetas de “solidaridad” y sus llamados al “poder popular”, Maduro y sus cómplices tienen profundo miedo a los venezolanos.
Fue este pueblo el que, no obstante las triquiñuelas, manipulación, persecución y limitaciones de toda índole, acudió masivamente a las urnas en julio para elegir a González Urrutia. Y los ciudadanos de todas las clases y procedencias no dejan de desafiar a la maquinaria represiva para expresar su protesta contra el régimen en cuanta oportunidad se les presenta.
El jueves, contra las amenazas oficialistas, decidieron salir nuevamente a las calles capitalinas para proclamar el triunfo de González Urrutia. Y, en un gesto de enorme valentía y compromiso, la gran líder opositora, María Corina Machado, salió de la clandestinidad para dirigirse a los manifestantes. Luego, en un episodio marcado por la confusión, fue capturada por pandilleros oficialistas; sin embargo, quizá por temor a la reacción popular, por cálculo político de la cúpula del régimen o como reflejo de fisuras internas en el aparato represivo, pronto la dejaron en libertad.
El verdadero presidente, sin embargo, no pudo regresar a Venezuela, aun cuando contó con las presiones internacionales y el acompañamiento solidario de varios exmandatarios latinoamericanos, entre ellos Laura Chinchilla.
¿Querrá decir lo anterior que cayó definitivamente la cortina de la dictadura en Venezuela? Es difícil decirlo. La contundente denuncia internacional por la usurpación, el reconocimiento de González Urrutia como presidente por decenas de países, el rechazo de la legitimidad de Maduro por muchos más, la ampliación de sanciones, los enérgicos llamamientos a la liberación de presos políticos y el fin de las persecuciones ponen de manifiesto la debilidad político-diplomática del régimen. Pero mientras mantenga el respaldo de las Fuerzas Armadas y estén en operación los servicios de seguridad entrenados y dirigidos por agentes cubanos, la capacidad represiva se mantendrá como el elemento clave de su sostén. Desgraciadamente, la resistencia interna enfrenta estos drásticos límites.
Romper el círculo de fuego que protege a la dictadura requerirá no solo un fuerte apoyo a los sectores opositores internos, diezmados por la sistemática brutalidad del régimen, sino también un endurecimiento de las sanciones económicas para privarlo de fuentes de financiamiento y limitar sus recursos para comprar la lealtad de los altos mandos militares. También, debe mantenerse el aislamiento internacional que, por dicha, existe en la actualidad.
El colapso de las dictaduras es difícil, pero no imposible. Los venezolanos merecen todo el respaldo posible para lograrlo.
