Mi esposa y yo somos amantes de la naturaleza. Amamos los árboles y los animales, los seres más puros de la creación, excepto, claro está, los que se consideran plagas. Ambos tuvimos la fortuna de conocer y vivir en otros lugares y países donde de verdad se les rinde amoroso tributo a las bellezas que nos ofrece la madre naturaleza y se aprecian sus múltiples bendiciones.
Recuerdo vívidamente cuando fui invitado a cenar a una casa en Sidney, Australia. Era un barrio lindísimo, con anchas y limpias calles, sin una sola basura en ellas y un manto verde de sombra protectora del ardiente sol del verano. Ante mí admiración por tanto cuido y belleza, la señora de casa contó que había solicitado autorización a la municipalidad del lugar para desramar, no cortar, un árbol contiguo a su casa que le causaba molestias por la cantidad de hojas que caían sobre su techo. La municipalidad del lugar negó el permiso; no obstante, lo razonó civilizadamente diciendo que si bien las hojas causan molestias en la época lluviosa, es un deber ciudadano mantener canoas y desagües libres de obstrucción al agua. La señora comprendió la lección y no se molestó en absoluto por la negativa. Igual que aquí, solo que diferente... como decía Cantinflas.
Belleza apoteósica. Frente a nuestra casa, en Montelimar de Goicoechea, había dos hermosos árboles de roble sabana sembrados por mi señora hace 25 años, cuya sombra se la “peleaban” los vecinos para estacionar sus autos. En el mes de abril, cuando esos árboles florecen, el espectáculo es de una belleza apoteósica, pero para apreciarla es necesaria una fina sensibilidad de la cual, como veremos, carecen muchas personas.
De pronto, una mañana, sin previo aviso, sin una sola llamada telefónica para prevenirnos de lo que se pensaba hacer y sin siquiera timbrar a la puerta, llegaron unos hombres de la Municipalidad y, con sierra en mano, se entregaron con febril entusiasmo y deleite, propio de arboricidas ignorantes, a tumbar uno de los dos hermosos árboles, sin ninguna clase de estudio determinante –yo no estaba en casa–. ¿Razones? Una funcionaria de la Municipalidad, ante la desesperada llamada telefónica de mi señora, le dijo que el vecino se había quejado de que las raíces del árbol se estaban metiendo debajo de su casa. Además, agregó, “ese árbol estaba podrido y representaba peligro de derrumbarse”. Ambas razones son falsas. La casa del vecino quejoso está en un nivel superior al de la acera, y hasta donde he sabido, las raíces crecen horizontalmente y hacia abajo, nunca para arriba. En cuanto a que estaba podrido, es otra falsedad mayor. Después de 24 años de sembrar árboles en una finca en los Bajos de Toro Amarillo en asocio con tres amigos, sé distinguir entre un árbol sano y otro podrido. Este estaba perfectamente sano y así lo demuestra la base del tronco que quedó al aire. En todo caso, se supone que entre personas decentes se podría haber encontrado una alternativa a la tala criminal de un árbol vivo, sano y hermoso.
Destructora eficiencia. Son pocos los recursos legales a disposición del ciudadano para enfrentar esta violencia ecológica y arboricida, y la falta de decencia y ética de un vecino y de la Municipalidad que, dicho sea de paso, “mantiene” los 100 metros de calle, frente a nosotros, saturada de huecos, además de un lote vacío en la esquina este, que es una verdadera porquería, un nido de ratas y alimañas. De nada han valido las numerosas denuncias y solicitudes que se han hecho durante años para solucionar esta barbaridad. Pareciera que a la Municipalidad de Goicoechea, la inmundicia la tiene sin cuidado, pero sí corren con eficiencia asombrosa a destruir lo que la naturaleza nos regala.
Esta amarga experiencia forma parte de un cuadro mayor, donde la mentira, la irresponsabilidad y el cinismo se han apoderado de nuestro país, sumido, hoy por hoy, en el más grande escándalo y desprestigio de su historia.