
A pesar de todo, mantenemos la más antigua y mejor fundada democracia de América y todavía vivimos cierta paz que no conocen países que han “cultivado” la violencia. Pero esto ni es eterno ni producto de casualidades.
Crecimiento con base en la educación, desde los albores de la Independencia, reformas laborales de los 40, supresión del ejército (instrumento de represión) y garantías sobre el sufragio (1948), inversiones estratégicas y políticas con rostro humano han moldeado una sociedad sin violencia política que, a pesar de derroches, vicios y corruptelas, posee mecanismos para resolver problemas.
En una etapa que exige alianzas para reformas urgentes, recibimos torrentes de información sobre compraventa de “poder” que hicieron –a escondidas– políticos y empresarios para las elecciones del 2002. Están confirmadas las contribuciones superiores a lo permitido por ley, “contabilidades” duplicadas, cuentas secretas, aquí y en el exterior, usando banca estatal. En resumen, tráfico de dinero a espaldas del sistema institucional (Tribunal de Elecciones y Contraloría), con el evidente propósito de torcer el proceso electoral.
Compra y venta. ¿Qué compraron los generosos donantes y qué vendieron los políticos? Nunca se sabrá; las mentiras, las contradicciones y hasta las evasivas abundan. Buena parte de las mentiras han salido de despachos gubernamentales, obligados a generar credibilidad en manejo de dinero ajeno. Y el sistema judicial –si es que llega a intervenir– difícilmente develará todo el trasfondo. Explicaciones adornadas de “interés público”, como la de que se pretendió “cooperar con causas sociales, artísticas y culturales” ( La Nación del 13-VIII-03), seguirán saliendo ante la presión pública –a regañadientes– y produciendo asombro e indignación: la gente no come cuento. Se trata de salidas pensando en la defensa judicial; no versiones dignas de creer. En la Asamblea Legislativa algunos no han querido hablar por miedo.
Guardar silencio ante este golpe al sistema que da legitimidad a los poderes del Estado es ver con indiferencia la traición a normas fundamentales para mantener lo que aún nos queda de democracia. Es abandonar nuestros derechos a elegir y ser elegidos limpiamente. Es permitir que nos impongan “$valores$” incompatibles con los VALORES que nos legaron hombres visionarios y que estamos obligados a preservar.
Permanecer callados es pasar como ingenuos –o idiotas– frente a maniobras y “explicaciones” de gente ducha en el manejo de capitales o en cuestiones de “imagen”, basadas, nada menos, que en cadenas nacionales de radio y televisión, con música y símbolos patrios de fondo. Cadenas que deberían emplearse para enriquecer, moralmente, a la población.
Los gastos en política han provocado debates, abusos, corruptelas y engaños. Los últimos 50 años han sido prolijos en esfuerzos por evitar que DON DINERO sea (como en la época de los cafetaleros), el gran elector, el que pueda determinar la escogencia del presidente, vicepresidentes y diputados. Desde hace mucho, decidimos que debíamos ser los ciudadanos, con nuestro voto, quienes definiéramos las elecciones.
Al poder sin poder. Antes de 1949, a los empleados públicos se les rebajaba el sueldo para pagar lo gastado en las campañas; pasada la Revolución del 48, que enarboló la bandera del sufragio, se decidió que “todos” pagáramos las cuentas mediante impuestos; estas se cubrían pasadas las elecciones. Hace más de 30 años, ante los negocios de prestamistas usureros y compradores de influencias, se reformó la Constitución Política (art. 96) para que el Estado adelantara parte del gasto. Como contralor, viví muy de cerca la aplicación de estas reformas.
Es imperdonable, entonces, que los políticos –además de las grandes sumas que les damos del Presupuesto Nacional– sigan “vendiendo autoridad” a cambio de más plata. Así llegan al poder sin poder. El respaldo del Estado implica una pesada carga no solo por los millones que salen de los impuestos, sino por el trabajo que demanda la revisión minuciosa de documentación de los artidos –no siempre ordenada y confiable– que hacen funcionarios de la Contraloría. Detrás de nuestras garantías electorales, lujo en el continente, están también los ciudadanos que ofrendaron sus vidas por lograr el respeto al voto en la década de 1940; mucha gente ignora esta historia.
A la indignación provocada por todo este engaño, contribuye la pasividad y el silencio del TSE, elevado a Poder para que velara por la majestad del voto, alma de la democracia. De haber reaccionado con fuerza y dignidad, como era su deber, tapas malolientes se hubieran levantado, en busca no solo de sanciones penales, sino también de carácter moral, ausente en algunos políticos.
Prensa, Sala IV y diputado. Gracias a la prensa, a la Sala Constitucional y a un diputado acucioso, esto no quedó tapado, como se planeó. El TSE, además, pudo haber contribuido a crear conciencia sobre la gravedad de los hechos para que jamás se vuelvan a repetir. Todo sin perjuicio de propiciar reformas si es que faltan.
Lo ocurrido no debe pasar como otro escandalito. Estamos frente a algo mucho más grave que peculados y malversaciones. Nos tienen tan habituados a malas noticias que hemos perdido la capacidad de análisis, de asombro, de crítica y hasta el coraje. La historia registra casos de contribuciones ilegales, igualmente repudiables, pero ninguno con las connotaciones del que nos ocupa. Este es un catálogo de maniobras financieras ilegales e inmorales, con premeditación y cinismo.
Políticos y “comerciantes” vienen cavando la tumba de nuestra democracia. Han metido manos, ilegal e inmoralmente, en los procesos electorales. Estamos ante un fraude electoral, una burla al sistema. No debemos hacer el juego a las cortinas de humo que nos inducen a verlo como un montaje de prensa o de resentidos.
Abunda la gente decente, estudiosa y capaz que se sigue acercando a la política con la esperanza de construir una sociedad más solidaria, más justa; jóvenes que participan con ilusiones y fe en el sistema institucional. Cuando existe tanta desazón por la política y abundan los asuntos pendientes, no se puede frustrar a esas generaciones al decir, desde las alturas, que la trasparencia, legalidad y moralidad son “cosas” que se pueden subastar: vivimos una sociedad en la que hay mucho que vender y sobran compradores.