Los problemas financieros de la ONU, agudizados por atrasos en los aportes de numerosos países, especialmente Estados Unidos, constituyen el desafío inmediato del nuevo secretario general, Kofi Anán. De la solución de esas dificultades pende la continuidad de programas, incluyendo ciertas tareas de pacificación y asistencia para refugiados, rostro humano de los retos enfrentados por el foro en la posguerra fría.
Por desgracia, muchas de las quejas formuladas por gobiernos donantes, y razón para la mora en sus contribuciones, tienen amplio sustento en la excesiva burocratización del organismo, causa primordial de sus actuales penurias económicas. De hecho, la falta de atención a esas críticas aceleró el naufragio del anterior secretario general, Boutros Ghali, vetado por Estados Unidos para un segundo período al frente de la ONU. Y, sin duda, la experiencia de Anán en diversos cargos de la entidad, sumada a la promesa de emprender reformas drásticas, determinaron su designación hace siete meses.
El plan, gestado en consulta con varios gobiernos y, particularmente, con funcionarios norteamericanos y miembros del Capitolio, fue divulgado por el secretario general el miércoles último y perfila transformaciones considerables. Aparte de fusionar áreas de acción y reagrupar varios departamentos, la propuesta crea el cargo de subsecretario general ejecutivo y establece una especie de gabinete ministerial diseñado para agilizar la implementación de decisiones. Pero, sobre todo, el esquema resultaría en el recorte de casi mil plazas en los próximos tres años.
Con estas enmiendas se anticipaba disipar las objeciones estadounidenses para el desembolso de mil millones de dólares en contribuciones retenidas. No obstante, normas presupuestarias aprobadas recientemente por el Congreso contemplan requisitos adicionales, entre ellos reducir la proporción de los aportes norteamericanos del 25 al 20 por ciento de los ingresos totales y, en cualquier caso, ordenaban entregar por ahora solo $800 millones en espera de reformas complementarias. En consecuencia, no parece probable la pronta normalización de los cruciales pagos de Washington, a pesar de las positivas reacciones oficiales a las medidas anunciadas por Anán.
En el fondo, más que una inflada burocracia y el desperdicio financiero, plagan a la ONU crecientes problemas de definición sobre sus funciones y derroteros. Como sabemos, los organismos multilaterales no gozan de verdadera independencia pues su desenvolvimiento depende del espacio político y los recursos materiales que sus integrantes proporcionen. La degradación sufrida por la ONU en tiempos de la Guerra Fría, como caja de resonancia antioccidental capitalizada por la URSS, alentó a las principales naciones del Oeste a desarrollar otros canales para resolver cuestiones globales. La OTAN, el G-7 y las cumbres bilaterales asumieron así el papel de centro clave originalmente visualizado para el Consejo de Seguridad, venido a menos por las pugnas y vetos de los cinco miembros permanentes y el erratismo y rivalidades de los restantes.
Esta tendencia persiste y aumenta. Si bien el colapso soviético aflojó las tensiones en el orbe, el balance de fuerzas interno ha perpetuado una radicalización en torno a ciertos temas que deslegitima al organismo. Por eso, lo que hoy realmente está en juego es la relevancia misma de la ONU en el orden internacional. Y, de cara al futuro, la responsabilidad no es exclusiva del secretario general sino de todos los países integrantes. Sin duda, preservar y perfeccionar la ONU constituye una meta digna de los mejores esfuerzos mundiales.