No deja de ser irónico que las dos naciones con la voz cantante en la guerra de la OTAN contra Yugoslavia, los EE. UU. e Inglaterra, hayan sido, históricamente hablando y con la excepción de España y Alemania, las peores exterminadoras de poblaciones autóctonas enteras, lo que ahora, de manera más sofisticada, se conoce como limpieza étnica.
Para evitar referirse en detalle a la peor de todas las limpiezas étnicas en la historia de la humanidad, la española en el siglo XVI en América y la de Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial contra los judíos, retroceder dos siglos es suficiente para señalar a dos de los más grandes responsables, después de España y Alemania como decíamos, por cometer estos crímenes de lesa humanidad.
Durante la primera mitad del Siglo XIX, Inglaterra se dedicó a exterminar a los aborígenes de Australia cuando se posesionó de ese continente al desembarcar en sus desoladas playas los primeros convictos blancos en 1787. Una vez asentadas esas colonias de prisioneros, principalmente en la costa oriental de Australia -Sidney, Botany Bay, Parramata, Newcastle, Port MacQuarie, Norfolk Island, etcétera- comenzó la marcha del hombre blanco hacia el interior, hasta culminar en un verdadero holocausto para los aborígenes.
Tardía preocupación. Bastaron 70 años, a partir de ese primer desembarco en 1787, para que quedaran sólo bolsones de población aborigen después de miles de años de estar establecidos allí. Fue hasta en la segunda mitad de este siglo XX cuando los diversos gobiernos de Australia comenzaron a preocuparse por el destino de los sobrevivientes, ya para ese entonces muchos de ellos en estado lamentable, alcoholizados, diabéticos y obesos.
En Nueva Zelanda, más o menos por la misma época, Inglaterra hizo lo mismo contra la población autóctona de los maoríes, pero con menos violencia y resultados no tan trágicos como en Australia.
En los EE. UU., desde principios del siglo XIX, dio comienzo la conquista de su inmenso territorio hacia el oeste. Fue una marcha avasalladora, imparable, implacable y exterminadora hasta arrinconar a los indios para que vegetaran en pequeñas reservas distribuidas por los territorios conquistados. Durante casi un siglo de conquista, con la sola interrupción de la guerra civil entre el Norte y el Sur, los gobiernos estadounidenses violaron sistemáticamente todos y cada uno de los acuerdos y tratados firmados con las diversas naciones indias, cuyos ancestros habían atravesado a pie el estrecho de Bering miles de años atrás.
Evitar sufrimiento. Nada de lo dicho hasta aquí debe interpretarse como un intento de quien escribe por restarles autoridad a los EE. UU. e Inglaterra en su encarnizada oposición a la política criminal serbia de limpieza étnica en Kósovo. A estas alturas de la historia, evitar el desarraigo y sufrimiento de grandes masas de población debe tener prioridad sobre cualquiera otra consideración política. El problema es de método, no de propósito. Porque si se insiste en la progresiva destrucción de Yugoslavia, sin duda la OTAN terminará con su prestigio muy maltrecho sin haber conseguido su finalidad.
Esta infausta situación podría convertirse en una oportunidad de oro para Rusia de servir como intermediario diplomático entre la OTAN y Yugoslavia. A pesar de sus graves problemas internos y haber sido relegada a un segundo plano por un Occidente más seguro de si mismo de lo que la prudencia aconseja, Rusia sigue siendo una gran nación deseosa de recuperar un papel protagónico en el ajedrez de las relaciones internacionales.
Los norteamericanos no solo han expresado de manera reservada su conformidad con ese nuevo escenario, sino que considerarían como algo muy positivo cualquier acuerdo que garantizara la existencia de un enclave étnico albanés en territorio yugoslavo. Si Rusia fracasara en sus esfuerzos pro paz, a Occidente se le espera un largo, tortuoso y sangriento destino en los trágicos Balcanes, que ni la desaparición física de Milosevic podrá evitar.